DEL AMOR A LA LOCURA
PRIMERA PARTE

Caminan por un angosta vereda llena de dificultades, sin embargo no les importa, conseguir la meta es un imán que les atrae irresistiblemente. Y mientras tanto, asaltan su mente toda clase de pensamientos, excepto el que seguramente serán reprendidos al regresar a su casa. Llegarán destrozados, cansados, y argumentarán contra ellos que todo aquel sacrificio para qué, que no tiene ningún valor, y que nadie se lo agradecerá.

Vislumbran al fin, muy cerca de ellos, el pico de los Caños, el que se habían propuesto como punto de llegada.

-Como te iba diciendo, amigo Pedro, cada persona es un mundo, y si a Juan se la tiene tomada contigo, y no hace nada más que discutir, que haga lo que le perezca; él se lo pierde -decía Antonio-. Después de los favores que le hemos hecho y lo que hemos aguantado sus manías..., no encontrará otros que lo soporten como nosotros.

Salió un pequeño conejo asustado de entre los matorrales, y corrió como alma que lleva el diablo ante la presencia de aquellos intrusos que invadían su territorio.

El objetivo de ambos amigos era alcanzar la cumbre; esto les serviría de entrenamiento para estar en forma cuando llegara el momento de actuar y salvar a personas en dificultades, perdidas en la montaña. Vivían en Madrid, por lo que, además, esta afición les servía para relajar las tensiones de la ciudad, en los fines de semana. Pertenecían a un club benéfico; acudían a cualquier emergencia cuando eran llamados. Normalmente las expediciones estaban formadas por más miembros de la asociación, pero esta vez solo se habían podido juntar los dos más esforzados, quizá los más fanáticos.

-No tolero el desagradecimiento -decía Antonio-, porque si yo hago un favor, y me pagan con desprecio, no lo perdono, tampoco quiero que me lo agradezcan toda la vida, aunque un mínimo de consideración, o no hacer o hablar nada en contra, ya es un detalle. Lo digo porque yo soy así: si hacen algo por mí, lo agradezco siempre.

-No deberías pensar de esa manera, Antonio. Tienes que ayudar a los demás y no preocuparte de ninguna otra cosa. Es la mejor máxima que conozco, te evitas muchas disgustos.

-¡Cómo puedes decir eso!, tú debes ser un santo al hablar así -exclamó Antonio-. Al menos estarás de acuerdo conmigo en que es necesario un mínimo de agradecimiento para poder seguir adelante, para no desanimarnos y que dejemos esto, hay que hacerlo con alegría, sin estar esperando la patada. Todos son muy agradecidos a los primeros minutos de haber sido rescatados, pero después de pocos días... Te voy a contar un caso que me ocurrió a mí, no te lo cuento por referencias: una vez pudimos encontrar a uno que se había perdido en la nieve, y en una montaña muy difícil de escalar, estuvo a punto de morir congelado; al principio no podía haber persona más agradecida, parecía que se le iba la vida cuando nos daba las gracias. Después, al cabo de los meses, lo vi en otra ciudad, lo saludé, y no me recordaba; le expliqué el caso para que hiciera memoria, ¿y sabes lo que me respondió?: que él nunca se había perdido, menos aún en la nieve, porque era muy buen esquiador; que no fuera con aquellos cuentos, y que lo dejara en paz. Iba con una chica, seguramente ésta fue, indirectamente, la causa de su mentira; en otra ocasión habría presumido ante ella de lo buen deportista que era, de sus aventuras de campeón, de sus hazañas, y no quería enturbiar su fama con un accidente desgraciado. Este es el mundo en el que viven mucha gente.

-No trates de convencerme -arguyó Pedro-. No te has parado a pensar los motivos últimos que tendría para hacer eso. Posiblemente era una persona que necesitaba ayuda, un incomprendido con falta de cariño..., y ni siquiera profundizaste en esos temas. También tú pretendiste rememorar tu hazaña delante de él. Tú mismo puedes compararte con él, y si ahondas en esto, puedes ver lo que te estoy diciendo.

-Vaya sermón que me estas soltando -espetó Antonio-. No hace falta que digas nada más. Si estoy en esto es porque me gusta la aventura y hacer ejercicio, y no por ayudar a la gente. Hay personas que no se lo merecen.

-No digas esas barbaridades, Antonio; una de las razones que me han animado a venir contigo ha sido por ayudarte a comprender estas cosas. Sé que guardas mucho rencor en tu corazón por alguna razón, y lo tengo que descubrir, sacarlo a la luz para que cambies, ya que en el fondo eres buena persona.

Mientras Pedro hablaba, Antonio reflexionaba sobre cosas de otro signo: le preocupaba que su amigo sospechara de sus "otras" actividades, pero pronto se tranquilizaba, era imposible, nunca le había dado motivos. Pedro continuaba su monólogo, y él lo escuchaba, podría repetir sus mismas palabras, pero su mente se hallaba en otro mundo. Se había acostumbrado a pasear sus pensamientos entre tantas cosas, y seguidas, que tenía la impresión de pensar en varias a un mismo tiempo. No escapaba nada a su comprensión por muy fugaz que fuera. Pero el mundo en el que meditaba era extraño, lleno de neblina y maraña, oscuro y revuelto, y él se encontraba en el centro, atrapado. Tenía la sensación de desear salir y de quedarse a una misma vez, era el mundo de los sueños, en donde era incapaz de tomar una decisión por ser superior a él; debía despertarse bruscamente para sentirse liberado.

-¡Eh, Antonio!, parece como si tuvieras la mente en otro sitio. No me estás escuchando.

-Sí, te escucho -respondió-. Sé lo que tratas de decirme, pero no estoy de acuerdo.

Los arbustos producían verdaderos arañazos en brazos y cara, pero continuaban sin el menor atisbo de desazón o angustia. De cuando en cuando llegaban a un claro donde predominaban las rocas, y las debían esquivar, o remontar si eran pequeñas. A veces saltaban grietas bastante profundas sin vértigos ni titubeos. En sus rostros aparecían pequeñas gotas de sudor que recorrían su frente hasta la barbilla haciendo enrojecer los pequeños rasguños. Más adelante encontraron un pajarillo enganchado por una pata a las raíces de la abundante hierba.

-Vamos a acercarnos a ver qué le pasa -dijo Antonio cuando lo vio batiendo las alas asustado-. Tiene herida la pata por el esfuerzo en quererse liberar. Lo curaremos, y se recuperará antes que si lo dejáramos a la buena de Dios, así haremos algo provechoso. Hemos venido a ejercitarnos y vamos a salvar un pajarillo; si se quedara aquí, una serpiente o cualquier otra alimaña hubiera acabado con él.

-Ya puedes soltarlo -dijo Pedro-, que vuele libre.

Nada más sentir sus alas al viento, comenzó a desplegarlas, y salió volando, agradecido, mientras lanzaba su trino hacia el cielo.

-Escucha, Antonio, ese al menos sí te da las gracias, ¿lo oyes? Es más, parece que te obsequia con un canto.

El pajarillo se perdió en la lejanía, pero durante el camino escucharon un trino como el suyo, posiblemente era él, que quería recompensarlos.

-Pronto llegaremos a la cima -espetó Antonio-. Estoy ansioso por culminar de una vez nuestra meta. Espero que haya agua fresca y sombra agradable para descansar.

Vio cumplidos sus deseos no demasiado lejos de allí: había unos castaños, y a su vera, un arroyuelo que salpicaba agua cuando saltaba por la abundante piedra, formando pequeñas cascadas; este fenómeno hacía crecer una hierba fresca y tupida en los alrededores. Ahí fue donde acamparon los dos amigos, dejando sus enseres a un lado para relajarse, no se dijeron una sola palabra en un tiempo prolongado. Al cabo de esos momentos de paz, había pasado su cansancio y sensación de calor. Bebieron agua fresca y cristalina hasta saciarse, y al entrarles ganas de comer después del descanso, sacaron de sus mochilas la tortilla y el fiambre. No eran muchos los que osaban adentrarse por aquellos apartados lugares, por lo que no tardaron en acercarse tres vacas, negras como el azabache y de grandes cuernos, para curiosear y contemplar a aquellos dos visitantes que se habían atrevido a invadir las tierras altas, su casa.

Pedro estuvo a punto de salir corriendo si no hubiera sido porque su compañero dijo al momento:

-No huyas, no nos harán nada si no las molestamos. Lo he visto en casa de mis abuelos que tienen unas cuantas vacas de estas. Puede que incluso se hagan amigas nuestras si nos quedamos un momento más. Les ofreceremos pan para ver si se lo comen, aunque tengan mucha comida por aquí querrán probarlo.

Antonio tiraba el pan a distancia, y bajaban bruscamente la cabeza para, después, quedarse mirando fijamente hacia ellos sin hacer el menor caso al manjar que les ofrecían.

-Mejor es que nos vayamos de aquí -dijo Pedro-, y que se queden con todo el campo, es lo que desearán. No hemos venido a arriesgarnos inútilmente, es la primera vez que me ocurre esto, nunca las había tenido tan cerca y tan desafiantes.

-Amigo Pedro, ¿y tú eres el que hablas tanto en favor de las personas?, pues hazte también amigo de los animales, que a veces son mejores. Si te fías ciegamente de aquellas, fíate, aunque no sea a ciegas, de estos pobres animales que están aquí solitarios, sin la compañía del hombre. Solo les visitan una vez en la vida: cuando les llevan al sacrificio. Nacen solos, viven solos, pero no les dejan solos morir -se puso un poco trascendente en su defensa-. Así son estos animales de montaña, no sirven para otra cosa, solo se aprecia su carne, por eso no necesitan más cuidados, y su dueño no debe controlarlos de cerca, excepto para marcar en su piel los que son de su propiedad.

Con estas palabras, Pedro se sosegaba, además de porque veía que los animales tomaban confianza, bajaban la cabeza, y comenzaban a oler una y otra vez el pan que les habían tirado. Llegó el momento en que una de las vacas sacó su lengua, y con no pocos reparos, comenzó a aplastarlo en su boca, y lo engulló de un golpe.

-Ahora es cuando nos hemos ganado su confianza -dijo Antonio-. Voy a acercarme y acariciaré su frente. Tú quédate aquí y no hables ni digas nada. No les asustes, que con tu cara de timorato, les das miedo.

-No vayas, están retrocediendo, lo más seguro es que para atacar con más fuerza.

-No seas tonto, Pedro, y deja ya de hablar, las atemorizas. Cogeré un trozo de pan y se lo tenderé. Lo ves, ya no huyen, huelen lo que llevo en la mano.

Terminaron por comerse el pan que ofrecía, y finalmente, pudo acariciarlas como él quiso; después permanecieron alrededor de ellos tranquilamente. Acudieron más, y no les tomaron por extraños, sino que se extendieron por toda aquella zona. Convivían con ellos como si se conocieran de siempre.

Llegó el momento de regresar de su entrenamiento y seguir con sus ocupaciones habituales en la ciudad. Volvieron por el mismo camino: habían dejado señales a lo largo de la subida removiendo alguna piedra del sendero, haciendo marcas en la tierra, o apuntando cualquier detalle en su agenda, no querían desviarse demasiado de su ruta, y, aunque supieran orientarse bastante bien en la montaña, esto les servía de ejercicio.

El padre de Antonio, Ireneo, se había jubilado anticipadamente debido a una grave enfermedad; trabajó durante toda su vida en una empresa papelera de la ciudad. Su madre, Teresa, aún prestaba sus servicios como funcionaria en una oficina del Estado. Era casi una pionera, de las pocas que, en aquellos tiempos, habían comenzado a trabajar en lugar distinto al de su propia casa.

No había día en que su padre no estuviera de mal humor, debido posiblemente a su enfermedad; anteriormente no fue así. Tenía una afección pulmonar que le obligaba a toser a menudo. Cuando se encontraba muy mal, explotaba de cólera si apreciaba el mínimo detalle que no le gustara en su familia. Una vez falló por muy poco el golpe que pretendía asestar en la cabeza de su hijo, todavía adolescente, con un palo; de haberlo hecho, lo habría matado. Todo lo originó el que se retrasara más de lo necesario en traer sus cigarrillos: se había entretenido hablando con unos amigos.

Fumaba unos cigarros muy fuertes que le hacían mucho mal, sobre todo hallándose en su estado. Había tenido varias discusiones con su madre y con él por el mismo motivo, y preferían dejarlo ya todo como estaba. La mayor parte del día lo pasaba en casa escuchando la radio o entreteniéndose en hacer unos trabajos manuales inútiles y feos. A veces, cuando se encontraba mejor, se iba al bar a tomar vino con los conocidos, y, si no hallaba a ninguno, permanecía solo y aburrido, pero no volvía a su casa. Al llegar, después de éstas salidas, había en el matrimonio discusiones, gritos, amenazas, y toda clase de insultos. Antonio se encerraba en su habitación y no quería saber nada de ninguno de los dos.

Su madre, a pesar de trabajar fuera, también hacía las faenas de la casa. Nunca logró que alguno de los dos hiciera algo por ella, aunque tampoco lo exigió con demasiada vehemencia. Era costumbre en aquella casa que fuera la mujer quien hiciera este tipo de cosas. Y todo, porque era débil de carácter y no lograba imponer su voluntad a pesar de los gritos que a veces no podía reprimir. Al poco tiempo pasaba su enfado y las aguas volvían a su cauce. Su hijo la convencía a menudo, y lograba que le permitiera hacer lo que le apetecía, obtener el dinero que pedía, o al menos, que no le prohibiera tajantemente ciertas cosas. El domingo, al regresar Antonio de su excursión, su madre le esperaba impaciente.

-¡Qué tarde has vuelto! Estaba preocupada. Y además, lleno de arañazos y sucio. En lugar de quedarte con tu padre y conmigo, que nos pasamos solos todo el día, prefieres irte con tus amigos a hacer una cosa que no te sirve para el día de mañana. Deberías ocuparte en cosas más provechosas, nunca te veo estudiar.

-Estudio cuando tengo tiempo -respondió-. Necesito también distraerme. No quiero parecer un monje, siempre metido en casa.

Después de la cena permaneció hablando cierto tiempo con su madre, y tras esto, se retiró a descansar, era lo que más necesitaba después de todo un día subiendo y bajando montañas. A la mañana siguiente se levantó tarde. Había perdido ya dos clases en la Facultad. No le preocupaba demasiado, hacía tiempo que no sentía entusiasmo por el estudio. Caminaba despacio y tranquilo desde su casa a la Universidad, cuando, en el trayecto, una joven se le acercó con ánimo de preguntar:

-Buenos días, por favor, ¿podría decirme dónde está la calle de La Bota?

-Sí, mira, no es fácil de explicar, a ver: si sigues por esta calle, después, la segunda a la izquierda, subes por Argimiro Arce, y luego una calle en bajada que se llama Tres Vías, y de frente, te encuentras la plaza de Santa María, de donde sale la calle de La Bota. Lo sé de memoria, paso al lado casi todos los días.

Como la muchacha quedó algo aturdida después de tan rápidas explicaciones, y sin decidirse a decir si "muy bien" o "no me he enterado de nada", Antonio continuó:

-Tengo que pasar ahora por allí, si quieres te acompaño.

-Gracias, eres muy amable -respondió.

Antonio había dicho una pequeña mentira: debía dar un corto rodeo, pero no podía perderse la oportunidad de acompañar a una chica tan estupendamente atractiva. Ya desde el primer momento quedó impresionado por su belleza natural. Algo hizo que su corazón se emocionase ante la proximidad de aquella. Dio la impresión de que tampoco él le era ajeno. No se trataba de una chica como muchas de las que podía encontrar en la ciudad y que tanto detestaba: frías, distantes, dando la sensación de no tener los pies sobre la tierra... Ésta, al menos, parecía sentir algo, le miraba fijamente, sabía lo que quería.

-¿Cómo te llamas? -preguntó imprevistamente Antonio.

-Julia, ¿y tú?

-Antonio. Me dirigía ahora a la Universidad aunque pienses que es un poco tarde, pero es lunes y pasé un domingo agotador, ya me entiendes..., cuesta levantarse. Ayer fue un día muy duro, pero disfruté de la naturaleza.

-Yo vengo a Madrid a visitar a mi hermano, está trabajando aquí y vive en la calle que te he dicho. Quiero matricularme en la Facultad de Derecho y empezar a estudiar el curso que viene.

-¿A Derecho?, es lo que estudio yo, aunque no con demasiada fortuna, he de decirlo. Comencé casi por azar y luego seguí casi por inercia, sólo por no cambiar. Me hubiera gustado más algo en lo que poder investigar, ayudar a los demás, como la medicina; descubrir cosas nuevas, como las carreras técnicas. En Derecho es imposible, es todo lo contrario de lo que te he dicho: se tiende a conservar todo y se innova sólo cuando no hay más remedio, cuando la situación está bien reconocida por todos; eso es lo que dicen mis profesores.

Continuaban hablando mientras cruzaban calles y avenidas, unas más grandes, otras más pequeñas. El tiempo pasaba, pero no pasaban desapercibidos los sentimientos, y aquel lo hacía más rápidamente de lo que Antonio hubiera deseado, y quedó algo confuso cuando Julia dijo:

-Me parece que por aquí hemos pasado ya, ¿no te habrás perdido con tanto hablar?

-No -respondió con mucho sonrojo-. Es que cuando uno llega por primera vez a una ciudad, todas las calles parecen iguales, ya estamos cerca. Además, hablando transcurre más aprisa el tiempo, y se va más despacio.

No era verdad lo que había dicho. Habían dado un buen rodeo porque le agradaba su compañía y se encontraba a gusto con ella.

-Esta es la calle -dijo Antonio-. Y ahora, ¿cual es el número?, te acompañaré hasta el final. Los números comienzan de aquí en adelante. Espero que sea uno muy alto, así estaré un poco más contigo.

Ella se ruborizó al oír las últimas palabras, señal de que las había dado mucha importancia, o la habían sorprendido grandemente. Desde unas calles más atrás había sentido cierta sintonía con él, e incluso más animación y más alegría. Había apreciado que era sincero en lo esencial aunque hubiera dicho una pequeña mentira anteriormente. Fue sincero, sobre todo, cuando habló de su familia, de la enfermedad de su padre, del poco dinero del que siempre disponía, de su poco éxito en los estudios. Ya casi no se veía gente así, siempre empezaban presumiendo, uno porque tenía un coche último modelo, otro porque su padre poseía una gran empresa donde trabajaban mil obreros, otro porque era campeón de no sé qué deporte, y así hasta un sinfín de éxitos. Sin embargo ella pensaba que la humanidad está en los fracasos, siempre se había imaginado que no sería amiga de alguien que hubiera sufrido al menos uno -así era de ingenua-, o de lo contrario no lograría conocerlo bien ni sabría cómo se comportaría cuando tuviera uno. Hay gente que el primero no lo pueden soportar, muere su ánimo, y se vienen abajo moralmente. Pero cuando lo han tenido, haberse recuperado les ha hecho ser fuertes. Por eso Julia se alegró cuando pidió su teléfono, significaba el firme propósito de querer verla de nuevo, y además se citaron para tres días después en la puerta de la Facultad.

Antonio trató de seguir su propio camino, pero había olvidado el por qué se encontraba a esas horas en la calle, a dónde iba, y para qué. Estaba totalmente descentrado. Se dio cuenta de que llevaba unos libros en la mano y exclamó mentalmente: ¡Ah, sí, iba a la Facultad! Consultó su reloj y comprobó que había pasado la hora de la última clase. Dobló una esquina y se dirigió a una solitaria y un poco lúgubre taberna que ya conocía con anterioridad, lo mismo que a su dueño, por sus frecuentes visitas.

-Faustino, ponme del mejor vino que tengas -exclamó al entrar-, tengo que celebrar algo que voy a contarte ahora que estás solo; y tú mismo ponte otro.

El tabernero sacó dos vasos y los colocó sobre el mostrador. Puso una jarra de cristal bajo el grifo de una gran cuba de madera y la llenó con el líquido rojo. La taberna era pequeña, tenía una sola ventana, una mesa con cuatro sillas al lado, una barra de madera y, pasada esta, dos grandes cubas de donde se surtía de vino. Las paredes, no muy limpias, quedaban sorprendidas por algún que otro cartel de toros antiguo o refranes referentes al vino, o a las mujeres. Ponía la guinda en semejante paisaje, el tabernero, Faustino, hombre sesentón, tratable y hasta ameno, pero más de uno pensaba que lo era a la fuerza y para no perder los pocos clientes que le quedaban. Cuidaba su imagen física de la misma manera que cuidaba del local, tenía barba de cuatro días y el cigarrillo permanentemente en los labios, pantalones de pana (de cuando se casó), que clamaban ya por un poco de agua lo mismo que su jersey, marrón, no se sabe si debido a su color natural o a las manchas que llevaba encima. El muy cara dura, para hacerse el gracioso, le daba por decir a la gente que era su traje de "faena". Hay que apuntar, además, que los que se aventuraban por aquellos andurriales, no podían exigir mucho más, pues muchas veces, si hicieran intercambio, no se sabe quién llevaría la ganancia y quién la pérdida. El único más normal, al menos en su aspecto externo, podría ser Antonio.

-Vaya sorpresa que me has dado cuando te he visto traspasar la puerta -dijo Faustino-, porque, aunque vengas a menudo, nunca te había visto un lunes, y menos con esa cara.

-Tampoco yo pensaba venir, pero iba tarde a las clases, y por el camino me he encontrado con una mujer como nunca había visto; me ha dejado sin aliento. Después..., ya se me hizo tarde para el estudio.

-Pero ¿qué ha pasado? -preguntó extrañado Faustino.

-Fuimos hablando hasta la calle que buscaba, la calle La Bota, y al final parecía que nos conocíamos de toda la vida. ¡Echa otro trago para celebrarlo! La he mirado tan intensamente y con tanta fuerza, que parece que la tuviera delante en este mismo momento. Si hiciera ahora un dibujo de su cara, me saldría como una foto, y eso que no soy buen pintor.

-No seas exagerado -dijo más extrañado aún Faustino-. Nunca te había visto así, con tanto entusiasmo, y eso que hemos hablado un montón de veces de mujeres en esta tasca, pero siempre fijándonos en sus curvas, ¡ja, ja!; y hoy me parece que te has enamorado.

-¿De verdad se nota? Bueno, no es para tanto. Es posible. En fin, no sé. La acabo de conocer. No digo que haya sido un enamoramiento repentino, no querría que se notara demasiado y que la gente pensara que me he vuelto despistado, que es como se ponen los enamorados cuando piensan en su mujer.

En aquel momento empezaba a asaltarle la duda de si aquellos sentimientos podrían haber amarrado tan fuerte en él. Por un lado quería mostrarse duro, dar a entender que no caería en esas redes, como si estar enamorado fuera un signo de debilidad, pero por otro, deseaba contar lo que le había pasado para palpar su interior y comprobar que aquello era verdad. Mientras, iba pidiendo cada vez más vino.

-Saca más de tu tonel, que no acabaremos con él, a menos que lo tengas casi vacío. Debe haber mucho dinero con el que llenarlo a cada poco..., me imagino. Saca también ese queso mugriento que tienes por ahí escondido de hace meses, tanto vino sin comer nada, no lo puedo aguantar sin caerme al suelo borracho como una cuba.

-Tengo el mejor queso de Madrid. Me lo traen expresamente de mi tierra, y lo reservo solo para los amigos, así es que no le pongas reparos.

-¿Qué habrías hecho tú si hubieras encontrado una mujer así en tu juventud? -preguntó Antonio sin hacer caso de su afirmación anterior-. A tu edad, según te cuidas, pocas mujeres pueden fijarse en ti, seguro que la tuya te aguanta porque, ¿qué va a hacer?

-Bueno, bueno, cuando me pongo el traje de los domingos, más de una se ha quedado mirándome.

-Será para reconocerte -dijo Antonio con guasa-, porque tendrás una pinta... Escucha: piel suave como la miel, ojos grandes y azules de cielo, pelo hermoso castaño, boca presta siempre a la sonrisa, y donde deja ver unas perlas blanquisimas, su figura exótica de mujer ideal e inalcanzable; todo esto estaba ahí, delante de mí, y me hacía caso, y encima, yo no le era indiferente.

De esta manera proseguía contando su experiencia a un hombre un poco rudo en estas cuestiones, y que además no se encontraba dispuesto a seguirlo con mucho interés, y ponía esa cara de incrédulo de quien piensa, "¡este está loco, no tiene los pies sobre la tierra!" Pasaba el tiempo, y el vino de la jarra se agotaba; Faustino había dejado de beber hacía un buen rato. Y, al observar de cuando en cuando a Antonio, notaba que se le iba cambiando el espejo del alma, había olvidado su tema de principio y se dejaba llevar por los que brotaban a cada paso en su mente; ponía ojos de exaltado, y se le crispaba la frente. Faustino llegó al extremo de recomendar que se calmara, y dijo que no le serviría más.

-Entonces perderemos las amistades -contestó vivamente Antonio-. Yo sé cuándo tengo que parar de beber..., y es... en este momento..., porque... me voy a casa -concluyó inopinadamente.

Dio un pequeño traspiés al bajar del taburete, pero se mantuvo bien. Podría caminar sin que se notara que había bebido demasiado a no ser que hablaran con él. Al llegar a casa su madre le sorprendió justo a la entrada, se encontraba al lado de la puerta.

-Llegas a buena hora para comer -le dijo.

-No voy a comer -respondió secamente-, me han puesto unas tapas..., he estado con los amigos y no tengo hambre...; me voy a mi cuarto.

-Has estado comiendo y... bebiendo también, se te nota en los ojos.

-No ha sido para tanto -dijo Antonio sin afán de convencer a su madre-. Dos o tres vinos a lo sumo.

Durante la comida, el matrimonio comenzó a hablar del futuro de su hijo.

-No terminará nunca sus estudios, será un simple obrero como yo, y tendrá que trabajar toda su vida en una fábrica. Seguro que hoy no ha ido a todas las clases.

-Hay que tener un poco de paciencia con él, vamos a darle más confianza. Está solo y se aburre, no ha tenido un hermano que le hiciera compañía...

-No vayas a tocar el tema de siempre -dijo en plan de advertencia Ireneo-. Sabes que yo no he tenido la culpa, fuiste tú la que perdías a tus hijos, no yo.

-Era por los disgustos que me dabas -dijo con amargura-. Todos los días te ibas por ahí hasta la madrugada a beber y a emborracharte con los amigos, y con las fulanas, y yo aquí, sufriendo por ti, por si te pasaba algo.

-No, yo no he ido con fulanas, ni tampoco me emborrachaba. Lo que hacía era alternar con la gente para hacer amistades. Y si no, ¿cómo pudiste haber entrado a trabajar si no hubiera sido por mí...?; así conocí al Presidente del Tribunal que te examinaba.

-Eso no es verdad, entré por mis méritos, había estudiado mucho, y aprobé. No eches todo por tierra ahora, porque si yo no hubiera trabajado, no habríamos tenido ni la mitad de las pocas comodidades que tenemos, ni dinero para salir a emborracharte, que, por otra parte, hubiera sido mejor.

Mientras, en su cuarto, Antonio escuchaba, tumbado y pensativo, encima de la cama. "Siempre están discutiendo. Algún día voy a recoger mis pertenencias y diré adiós a esta casa. No aguanto más la tensión. Me gusta la paz, un lugar tranquilo, sin ruidos ni contaminación, al lado de un lago con sus aguas tranquilas y azules que brillen como un espejo a la salida del sol en una montaña solitaria y con mis amigos los animales. Por lo menos me gustaría ir por un tiempo a descansar, a despejarme de toda esta maraña que discurre por mi mente. ¿Por qué tienen que ocurrirme a mí estas cosas?, yo, que no me meto con nadie; no merezco esta vida tan solitaria y tan vacía. Si pudiera seguir con la chica que acabo de conocer, podría cambiar mi vida".

Julia llegó a casa de su hermano cuando éste acababa de regresar de su trabajo y fue recibida con los brazos abiertos. Habitaban un piso modesto, antiguo, conservaba aún escaleras de madera que crujían al pisar sobre ellas. Tenía un ascensor que se elevaba a través del hueco de la escalera, tan lento, que, sin darse demasiada prisa, una persona subiendo por su propio pie llegaba antes a su destino.

El matrimonio, Ángel y Patricia, tenía un hijo pequeño, Tobías, un poco travieso, a decir verdad. La casa poseía una habitación más, preparada para Julia, que había prometido sufragar los gastos que ocasionara su estancia durante el curso, con el dinero de una beca concedida para sus estudios.

-¿Qué tal están papá y mamá? -preguntaron.

-Como siempre, muy bien, muy animados con sus cosas, los he dejado un poco tristes por mi marcha. Cuando quedaba poco para venirme, no hacían más que decir que iban a estar muy solos. El resto de la familia sigue igual, ya sabéis que en los sitios pequeños nunca pasa nada que se salga de lo normal, se tiene toda la vida planificada. Y, en cuanto a diversiones, ni comparar con una ciudad, allí es muy aburrido.

-Estarás contenta -dijo su hermano-; ahora podrás divertirte, ver cosas nuevas, conocer gente diferente, era lo que querías ¿no? Siempre te habías quejado de ese aburrimiento, como ahora. ¿Encontraste pronto la calle?

-Sí -respondió con entusiasmo-. Me acompañó hasta aquí un chico muy amable, venía en la misma dirección...

-¡Ah! -interrumpió su hermano-, pronto empiezas; no acabas de llegar y ya tienes un conocido.

-Además está estudiando lo mismo que yo quiero, y tendré que verlo a menudo por allí.

-Ahora, contigo en la casa, podremos salir Ángel y yo a divertirnos sin tener que preocuparnos por Tobías -dijo Patricia cambiando de conversación-. Se acordaba mucho de ti, ¿no te has dado cuenta lo contento que se ha puesto cuando te ha visto? Seguro que te hará más caso y te obedecerá más que a nosotros.

-No quiero que abuséis demasiado, me imagino que tendré mucho que estudiar.

El niño se entretenía jugando con un cochecito y ya no prestaba atención, ni siquiera cuando era llamado para que se acercara a su tía.

Fuera, en la calle, rugían los coches, era una avenida de mucho tráfico, y no de paseo. Estos ruidos molestaban mucho a Julia, no estaba acostumbrada. Sin embargo, los que vivían allí hacía tiempo, ni se daban cuenta. Las paredes de los edificios se veían ennegrecidas por el paso de los años y el humo de los motores. Se escuchaba el murmullo de la gente al hablar cuando pasaba por la acera, justo debajo de la casa, si las ventanas estaban abiertas, pero no podía distinguirse lo que decían, sus voces quedaban ahogadas por el ruido. Tiempo atrás, sin coches, hubiera sido una calle con animación.

En un momento, comenzó a caer una torrencial lluvia sobre la ciudad, se había desatado una fuerte tormenta, la gente corría por las aceras e iban a refugiarse en los portales o bajo los voladizos de los edificios. El ruido de los truenos prevalecía sobre los demás y aumentaba el del agua al ser pisada por las ruedas de los coches. Definitivamente, ver una tormenta sobre la ciudad, era totalmente diferente a verla en el campo: todo seguía funcionando, pero en el pequeño pueblo habían de sacar los viejos candiles o las velas por la noche si se deseaba seguir con lo que se estaba haciendo. Y los relámpagos que siempre había visto Julia, al no ser contrarrestados por ninguna otra luz, resplandecían con un brillo cegador además de espantable por las sombras que proyectaba de las cosas o de las personas en las noches oscuras; este fenómeno hacía que se vieran tal cual espíritus indescriptibles. Sin embargo, en la ciudad, apenas se distinguían del resplandor que proyectaba la gran cantidad de farolas de las calles.

-Hoy no vas a poder ver nada de este barrio, con la tormenta que está cayendo. Saldremos otro día -dijo su hermano-. Tendrás tanto tiempo que llegarás a cansarte.

Era un día de mucho calor. Iban en el coche deportivo de Agustín además de él, su amigo Ricardo, y Florinda. No había un alma transitando por la mayor parte de las calles de la ciudad. Ellos, después de haber comido en un cómodo y fresco restaurante, se dirigían a casa del primero para pasar la tarde. A pesar de que el coche era descapotable, y de que el aire les daba en pleno rostro, no podían quitarse la sensación de calor agobiante.

-Corre más -le animaba Florinda-, quiero que se me vaya este calor.

-No puedo correr por estas calles. Ya he tenido bastantes problemas por exceso de velocidad: me han dicho que como no me corrija y conduzca más despacio pueden meterme incluso en la cárcel, y solo faltaría eso para que a mi madre le diera un ataque. Ten calma, ya llegaremos. Después en la carretera, le pisaré más.

A pesar de sus buenas intenciones, Agustín y Florinda hacían locuras dentro del coche, se habían pasado un poco con la bebida después de los postres y ella comenzó a vocear a la poca gente que se atrevía a caminar por la acera; los otros conductores examinaban aquella forma de actuar tan fuera de lo común, por sus risas y sus atrevidas palabras. Si paraban en un semáforo, Agustín lanzaba piropos a las mujeres que pasaban a su lado, a pitar, o incluso a hacerlas señas si iban lejos. Al ver Florinda aquella actitud, protestó y dijo que haría lo mismo con los chicos, y a veces se atrevió, espoleada incluso por él, que decía: "a ese, a ese, dile algo". Luego, los dos reían. En alguna ocasión, quien se sentía acosado soltaba una grosería o ponía cara de mucha "mala leche". Ricardo les advertía que en cualquier momento se podría comenzar una pelea, y no deseaba tener problemas.

-No te preocupes -decía Agustín-. Conozco a gente que nos echaría una mano.

-¡Eso! -exclamaba eufórica Florinda-. ¡Pelea! Pelead con alguien, y yo os aplaudiré.

Florinda debería haber nacido en la Edad Media: se ilusionaba creyendo ser el centro de la disputa, y que ambos se batían por ella. Era algo primitiva y de mente estrecha, aunque esta cualidad no concordara con sus dimensiones físicas, anchas y bien proporcionadas. Si tuviera otro talante, otra forma de ser, más firmeza en sus convicciones, sería la mejor de las mujeres. Lo que había sumado a su cuerpo, se restó a su mente.

Por esta vez salieron con bien de todo y se libraron de broncas y refriegas, pero en cualquier momento, cualquier otro día, podría acontecer la desgracia. Ellos lo pasaban bien así, jugando con la gente, metiéndose en aventuras y riesgos continuos, y lo hacían porque tenían una vida fácil, sobre todo Agustín: no debían preocuparse por nada, todo era diversión, orgullo y desprecio; los otros ingredientes como celos, amor, rencor, envidia, odio..., los dejaban a un lado, al menos de momento. Ricardo sintió alivio después que salieron de las calles más céntricas, aunque ahora marcharan a una velocidad excesiva: ya no había de quien que poder reírse.

Llegaron ante la entrada del jardín de la casa, y una verja de hierro se abrió bajo el accionamiento de un mando a distancia. Pasaron al lado de una enorme piscina rodeada de césped de un intenso verde y fresco, y de árboles que, al mirarlos, daban la impresión de formar un pequeño bosque. Por fin estuvieron ante la puerta de una moderna mansión, pero de aire antiguo, con columnas a los lados y muros revestidos de piedra. Nada más traspasar el umbral de la casa les dio la sensación de haber pasado del cálido verano a la fresca primavera en unos segundos. Se dirigieron a un salón de juegos situado al fondo de la casa, y no se cruzaron con nadie. Había tantas habitaciones, que los habitantes de la casa, aunque fueran muchos, ni notaban su presencia. Era como si se encontraran solos en todo aquel recinto.

En aquel salón se adivinaba la afición de la familia por los juegos de mesa: ping-pong, billar, futbolín,... Al llegar tomaron los palos del billar para comenzar una partida sin que tuvieran que derrochar demasiado esfuerzo físico. Florinda y Agustín continuaban con sus bromas y sus juegos. Parecía que lo hacían a propósito porque Ricardo se encontraba ante ellos, como si quisieran darle envidia. Si se quedaran solos, se apagaría su entusiasmo, se aburrirían. Necesitaban el estímulo de la presencia de otra persona como contraste a su actuar. No cabía duda de que habían ido más lejos en sus relaciones íntimas que solo aquellas bromas y juegos, pero daban la impresión de haber llegado a un punto de cansancio tal, que buscaban estar solos únicamente cuando se habían saturado de reír, de jugar, o les aburría la persona que tenían enfrente. Hacían aquello como algo que no tiene remedio, y que debe ser así.

Aquel día habían quedado en darse un baño refrescante en la piscina, pero era demasiado pronto y demasiado el calor. De no ser así, Ricardo hubiera desertado hace tiempo de su vana compañía. Cada vez parecía más hueca la amistad con Agustín. Había cambiado mucho en los últimos años: se conocían desde sus tiempos de colegio, ¡qué diferencia con aquellos días! Era tímido aunque con mucho poder afectivo. Apenas tenía amigos, pero una vez que obtenía la amistad de alguien, lo trataba con calor. Su punto débil consistía en comenzar, pero luego se entregaba por completo. Así empezaron ellos, quizá por azar: coincidieron en un mismo grupo formado para realizar un trabajo escolar, después siguieron como amigos hasta el final de aquella etapa de estudios. Cuando pasaron los meses, Agustín tuvo conciencia de su poder económico, y, en la misma medida, fue perdiendo su poder de afectividad y de amistad. Dio prioridad a los poderes materiales y dejó a un lado los demás: se fue rodeando de una camarilla de aduladores que querían vivir a su costa. Gracias a que Ricardo le dio unos consejos que resultaron acertados, de lo contrario, hubiera acabado mal de seguir el camino por el que querían llevarlo aquellos amigos, y que ya comenzaban a dominarlo.

-Vamos a darnos un baño -dijo Agustín-. Ya es hora.

-Muy bien -respondió Florinda-. Voy a cambiarme de ropa en la habitación de al lado.

Cuando Ricardo la vio en bañador, le pareció más atractiva. Hacía tiempo que no la contemplaba de aquella manera y con aquellos ojos. Tenía una figura imponente, muy bien formada, sin embargo Agustín no le dirigió una sola mirada. Últimamente se mostraba extraño con ella, muchos juegos al principio, pero a la hora de la verdad no demostraba el menor interés. Para llegar a la piscina tuvieron que pisar un camino de piedra lisa que estaba ardiendo por la acción del sol. Dieron un grito de dolor y saltaron rápidamente sobre la hierba; según llegaron, corriendo, se tiraron al agua. ¡Qué impresión de alivio sentir el agua alrededor del cuerpo!

-Vamos a ver quien nada más rápido hoy -dijo Agustín-. Empiezo yo.

-Está bien -respondió Ricardo mientras preparaba su reloj y daba las voces de aviso-. ¡Ya! -gritó, y Agustín salió nadando con todas sus fuerzas.

-Siempre está haciendo ejercicio, no hay quien lo pare -dijo Florinda.

-Sí -respondió Ricardo-. Por eso me gusta, aunque no esté de acuerdo con él en otras cuestiones. Si estás a su lado no existe el aburrimiento. Sin embargo, hoy..., mira, debe estar cansado, va muy lento. Yo lo ganaré.

-Te olvidas de mí. Yo sí que estoy descansada, no he trajinado tanto como vosotros -dijo poniendo cara de pícara. Después de unos segundos, continuó sorpresivamente-. Ricardo, ¿te gusto? ¿Si no saliera con Agustín, y me conocieras un día, te vendrías conmigo?

-¿Quién sabe...? Hoy has tardado quince segundos más -le dijo a Agustín, que ya llegaba.

A continuación el turno fue de Florinda, que salió como un rayo nadando para dar las dos vueltas completas de rigor a la piscina. Cuando se alejó, Agustín preguntó, como si hubiera oído algo de la conversación anterior:

-Te gusta Florinda, ¿eh?

-Hombre, estando contigo... Gustarme, sí me gusta, me atrae su belleza, pero a veces se pasa, tiene demasiada "cara".

-Te doy permiso, puedes salir con ella si quieres. Me estoy cansando de salir siempre con la misma, aunque sí que me divierta de vez en cuando si estamos los tres.

-¡Te he ganado! -dijo al llegar a la meta. Después salió Ricardo con mucho brío y ganas.

-Mira Ricardo -dijo Agustín-. ¡Qué brazadas, qué musculatura!

-¿Qué insinúas? -replicó ella.

-Hacéis buena pareja.

-Ya la tengo. ¿Es que ya no te gusto?

-No es eso. Me divierte la situación: tú y él, liados... -hizo un amago de risa, como si le gustara aquel juego.

-Pues yo no me lo imagino, al menos por ahora -dijo para darle celos, pero lo único que consiguió fue que pusiera la mano sobre su cabeza, y la sumergiera bajo el agua unos segundos. Ella respondió disparándole agua con las manos.

Llegaba ya Ricardo con bastante anticipación sobre el tiempo de ellos.

-¿Ves, Florinda? -dijo Agustín-. Esto es lo que se dice un campeón, ¿no te atrae? A las chicas las enloquecen los campeones.

Florinda cogió un balón de piscina que flotaba sobre el agua, y se lo arrojó a la cabeza, con tan buena puntería, que dio en pleno blanco. Con esto comenzó una batalla tirándose unos a otros el balón.

Aquel completo día de diversiones tocaba a su fin, pero el anfitrión no quiso que terminara sin invitarles a cenar allí mismo y prometerles que saldrían posteriormente a dar una vuelta por la ciudad. La noche era oscura y cerrada y se podían ver las estrellas brillando más que nunca en el cielo. Hacía calor aún, y a pesar de ello dejaron el frescor artificial de la casa y salieron a la terraza. Una mujer del servicio les trajo la cena. El canto de los grillos les acompañaba, junto con el de un búho, no muy lejano. Apenas si se escuchaban otros ruidos que no fueran los que provenían del interior de la casa, donde cenaba el resto de la familia. Las demás casas de la zona estaban un poco alejadas, por lo que, cuando alguno de ellos comentaba cualquier aventura divertida pasada, y las carcajadas de los tres llenaban el aire de la noche, era seguro que no atravesaban las paredes de los vecinos. Las anécdotas eran siempre del mismo estilo: bromas pesadas gastadas a algún incauto.

Una vez acabada la cena, Agustín dio orden de retirarse, y preguntó:

-¿Dónde preferís que vayamos?

-Me da igual -contestó Ricardo-. Donde tú digas.

-Podríamos ir a alguna terraza -argumentó Florinda.

Recorrieron varias calles donde suelen colocar aquel tipo de establecimientos, pero no les gustó ninguno. Llegaron a la calle Berrientos, y vieron una con muy buen ambiente. Se hallaba abarrotada y no cabía un alfiler, pero, después de mucho buscar, pudieron hacerse con un hueco al lado de dos chicas solas. Esta terraza tenía mucho éxito, porque en los días de mucho calor corría una brisa fresca por estar en espacio abierto. La mayoría de los ocupantes de las mesas se encontraban muy animados y hablaban sin parar. El licor que habían tomado hacía su efecto. Pero el murmullo de las voces se ahogaba con los ruidos propios de una ciudad moderna, solo podían escucharse los de una misma mesa, y, si se prestaba mucha atención, los de la mesa contigua.

Las dos chicas de al lado no parecían muy alegres. Daban la sensación de anhelar conocer a alguien que animara su velada, y miraban, suplicantes, a los chicos que pasaban a su lado. Uno se imagina que pudieran estar diciendo con la mirada: "¡hola, siéntate a mi lado, ven conmigo!"

-¿Lo habéis pasado bien? -preguntó Agustín después que se hubieron sentado.

-Sí, muy bien -respondieron al unísono.

-He echado de menos alguna broma -dijo él-. Podríamos haber gastado ya una a algún inocente.

-Siempre estás pensando en lo mismo -dijo Ricardo-. ¿Es que no vas a cambiar nunca?

-Espero que no -respondió-. Me lo paso bien así.

-Todo tiene su momento. A todas horas no vas a poder hacer lo que te apetezca. A la gente le cae mal si no es la ocasión, como una fiesta, una celebración, o algo parecido.

-No me he parado a pensar en eso. ¿Te acuerdas, Florinda, de la que gastamos a uno, a propósito de las ruedas de su coche?

-¡Ah, sí! Cuéntaselo, seguramente que se va a reír a más no poder.

Al recordarlo, Agustín comenzó a dar carcajadas, aunque no estentóreas, sin parar; cuando se calmó, empezó a narrar aquel suceso:

"Era un chico de mi clase, no lo he vuelto a ver desde que terminó el curso. Ocurrió el pasado año. Él tenía un coche viejo. Creo recordar que se llamaba Agapito. Hasta el nombre resulta gracioso. Lo conocía de vista y apenas habíamos intercambiado cuatro frases. Aquel día, después de hablar un rato con él, no sé a cuento de qué, dijimos que le invitábamos a tomar algo en un bar para poder seguir charlando, ¡ah, sí!, era sobre un examen que íbamos a tener, pero que el bar estaba un poco alejado de la ciudad y tenía que llevarnos en su coche -nosotros no lo habíamos llevado aquel día-. Aceptó, por supuesto, porque también se lo pidió Florinda, y todo el mundo quería ligar con ella. Cuando llegamos, me retrasé a propósito, antes de entrar en el bar, con una excusa, cualquier tontería, no recuerdo cuál. Mientras, le desinflé dos ruedas. Al salir del bar, ya de vuelta, dije como asustado, ¡mira lo que ha pasado!, ¡se han pinchado dos ruedas! La cara que puso... ¡ja, ja, ja! Le dijimos que si nos había traído, tenía que llevarnos, y que se las arreglara como pudiera. Era un chico tan tímido, que no se atrevía a pedir que le acercaran a la gasolinera más próxima para arreglar una rueda. La cogió, y fue andando dos kilómetros hasta que llegó a donde la podían reparar. Nosotros, mientras tanto, nos reímos todo lo que pudimos y nos metimos otra vez en el bar hasta que nos avisara de que todo estaba listo. Cuando regresó, no dijo una sola palabra, ni siquiera durante el camino de vuelta, quizá sospechó que había algo raro, o que en la gasolinera le habían dicho que la rueda no estaba pinchada. Después de aquello, no volvimos a tener contacto con él, y este año tampoco lo he visto por la Facultad".

Ricardo también rió, pero más al imaginarse la cara de Agapito que por la broma pesada en sí.

-Esas dos de al lado te están mirando -dijo Agustín a Ricardo cambiando de tema-. Habla con ellas tú que no tiene pareja.

-No me apetece ahora.

-Si no vas tú, iré yo -exclamó Agustín resueltamente.

No acababa de decir estas palabras cuando ya hablaba con ellas de forma que no le escucharan los demás. Florinda se ofuscó y frunció el ceño: la había dejado tirada. No se sabe qué les dijo, pero al cabo de un momento se acercó con ellas para hacer las presentaciones.

-Este es Ricardo, y esta, Florinda; Pilar y Rosario. Ricardo es un chico muy tímido, y aunque está solo, no se ha atrevido a invitaros, pero me consta que sí quería haceros compañía. Ya está arreglado. Ahora, si queréis, vamos a otro sitio, probaréis mi coche deportivo. Atrás iréis un poco incómodos, es un poco estrecho.

Agustín había optado por cortar la reunión en aquel lugar para tomar más confianza con las nuevas conocidas, y viceversa. Era un maestro en este tipo de cuestiones; seguro que se dirigirían a un sitio al aire libre con música para ambientarse. A Ricardo le gustaba Pilar, pero bastó que fuera una situación impuesta por su amigo para que no pasaran de aquel primer encuentro. Eso sí, hablarían, se comunicarían y para justificarse pediría su teléfono, pero tenía la firme convicción de no volverla a ver.

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