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Si nunca hubiésese escrito podrían volar los
volantines de papel y el viento silbar versos
de sueños y elevar espantadas las montañas como nubes frágiles
sobre las nieves eternas de
la nada y su cara vacía de juguete roto
y esa cara vacía se llenaría de palabras como si la escritura
fuera todo y la palabra
fuera el mundo y la frase, el universo, y Dios, el poema.
Si nunca hubiésese escrito qué fáciles
saldrían estas palabras. Felicidad sería aire,
aroma sería aire, puerta sería aire, risa sería también
un aire airoso y fino como el ojo
del mar que se abre después de la última ola y la última
ola que apenas abre su ojo ya sin
sueño sería el sueño y el ojo sería el horizonte
que empieza a pintarse sobre otro
horizonte que ya se tiñe del cálido color de la palabra que
lo crea.
Si nunca hubiésese escrito, esta palabra que corre
sobre la hoja apareciendo y
desapareciendo sería la luna entre los matorrales de una niñez
imborrable, mostrándose y
escondiéndose, turbando al ojo niño que la corre y la sigue
y se para y la luna también se
detiene con sus ojos de niño que palidece cuando la mira ese otro ojo
travieso que
descubre que es ojo el ojo y luna la luna.
Si nunca hubiésese escrito, qué descubrimiento,
Dios mío, el de esta hora.
Todo nombre sería nombre y sería nuevo. ¿Qué sería
Dios, mi Dios? ¿Qué sería yo?
¿Qué sería palabra, frase y verso en esta palabra que
se respira sola y es su propio aire?
¿Qué metáfora se colgaría de los árboles
para que aquellos florecieran?
¿Cómo madurarían los tomates hasta volverse rojos? ¿Cómo
verde su mata?
Y el pájaro con alas de música radiante
¿qué nombre llevaría para volar ligero como su ala?
Si nunca una línea de tren hubiera sido pentagrama
Si nunca la piedra hubiera sido voz
Si nunca el ronco sonido de la noche hubiera sido calma
Si nunca el caballo corredor hubiera soñado con las nubes y el mar
Si nunca el ritmo leve de la hoja que cae hubiera descubierto el ritmo de
otra hoja
Si nunca el ardor y el dolor hubieran golpeado el alma como una frágil
calamina azotada
Si nunca la playa se hubiese escrito
y todos reunidos en la orilla no supiéramos cómo empezar a nombrarla
Si de pronto el pellejo translúcido del cielo se sacara la máscara.
¡Qué regalo, mi Dios!
© 2002 Carlos Trujillo Ampuero