i.

La primavera se acerca. Mis pulmones lo sienten. El aire ha logrado una firmeza más líquida. Un paso tras otro, voy entrando en un rumor de Barcelona.

Llueve.

El día, como tantos días ibéricos, está encinto de secretos desarrollos de lo que habita sólo en la mente, en las emociones. Quiero decir que encuentro que vivo vertiginosamente al borde de la posibilidad. Confirmé, hace una semana, conversando con una amiga de mi estancia en Barcelona, que vivo, por elección, en la fantasía. No es nada malo, ningún pecado intelectual... lo contrario, es una representación de la fe que uno puede guardar para el intelecto. Confío en que un día lo que habita sólo en la mente, en las emociones, ese razonamiento oscuro, esa sabiduría fecunda, puede convertirse en actividad verdadera del mundo... lo que llamamos ‘mundo’.

Creo que, al final, habrá servido de método fructífero este vivir entre fantasías, pero muchas veces siento que puede ser una ofensa contra los seres queridos. Si me preguntáis qué me pasa, cómo es la sustancia de mis días, quién soy, contesto con un raudal de sugerencias efímeras que pueden a su vez parecer nomás frustración dialogada o mecanismo de flotación. Y de hecho, cada mañana me acerco a la vida con estrategias abstractas y variantes que sirven para hacer que siga quieto encima de la marea que se me va creando, aumentándose con cada día que pasa.

Me acuerdo de que solías hablarme de los puertos que podría visitar en esta vida, de los amores que allí me esperasen, y entretejido con ese recuerdo, una confesión de que sí, en efecto, vivo como marinero. Para mí, todos somos marineros y llevamos el océano dentro.

El océano se viste con nosotros.

Podemos servir el uno al otro como viento, corriente, puerto, tormenta, patria sin borde, o exilio, en cualquier momento. Esa variación de efecto necesita el surgimiento de la ética, de la metáfora, del lenguaje, la ‘persona’ como campo de relaciones protegido por la Idea.

Seguro que muchos de mis antecedentes dijeron cada mañana, al entrar la primera luz, que vivían exclusivamente dentro del reino de la Idea. Y negaban la carne fantástica de la que se nutre la Idea... porque una se compone con realidades y la otra no.

Mi sentido ético se rebela:

El peligro (la inquietud, la oscuridad) de la fantasía es lo que es, goza del poder que esconde, precisamente porque es algo sumamente real. No es una cosecha de vapores de la que emerge la Idea; es el método de la Idea, tal como la cebolla tiene su método infranqueable de hacerse cebolla.

Te contaré algo de lo que se encuentra entre las fantasías que me anuncian al día:

Enseño.

Leo esta mañana a Unamuno, Amor y pedagogía, y reconozco que lo que busco es una aula universitaria que carezca gloriosamente de toda pedagogía. Esa búsqueda es la dificultad más aparente que penetra en mi calendario.

Una dificultad que se repite. Me habla.

Dentro de una hora, entraré en otra aula, para regalar a los alumnos un conocimiento del idioma, y pasaré una hora luchando por dentro con la tentación de decirles: “Hay que saber que aquí yo no sirvo para nada. Éste es vuestro territorio. Id con ganas hacia la ‘Guernica’ gramatical del aprendizaje.”

No lo haré, claro. Tampoco lo entenderían. Pero sucede que para mí, esto de enseñar tiene más que ver con estimular que con dictar. El problema es que mis alumnos son muy modernos, están por conciencia muy a la moda, y tienen miedo de la materia estimulante.

Son las cinco de la tarde y la universidad se va abandonando, por dos días sagrados y convincentes, que sirven como motor para el itinerario que todos mantenemos sin protesta. Mojado, el crepúsculo se estremece en un diseño de ausencias arquitectónicas. Vivimos dentro, pienso.

Me pregunto si requiero la seguridad de un acuerdo entre mis fantasías y la población ajena. Sospecho que no. Porque es a través de la discordia que la fantasía se convierte en necesidad, en condición de persistencia.

Dentro de la respiración anaranjada de la hora, pierdo la conciencia de si la clase fue volcán o glacial.

Fue comercio, por lo menos. Vendí palabras y me pagaron medidas diversas de tiempo.

Fue comienzo. Al final, les regalé un juego de memoria. Podían hablar, razonar, equivocarse y reírse, en un contexto donde todo eso se espera de ellos. Comenzaron a ser estudiantes, pero sólo ha sido un comienzo.

Mi vida fantástica me describe otros mundos, en los que el Profesor Chomsky tiene razón y nacemos portando dentro un órgano neurológico lingüístico, poseyendo ya todas las palabras posibles, y sólo hay que recordarlas.

Y en esos otros mundos les muestro a los alumnos carteles con manchas programáticas de colores entremezclados, imágenes abstractas, pareciéndose puntilla gitanesca, la Mezquita, una guitarra ígnea, Tibidabo, el Prado o una sola naranja en una mesa abandonada en las afueras de Figueras. Y se ponen mis alumnos a hablar sobre el Rey, la Madrid desierta de agosto, una bebida inexplicablemente verde y agridulce, las ansias de recordar, la hermosura de recordar. Hablan sobre mi España y nos sentimos como entre familia y reímos.

Lástima. Una locura es esa visión, lo sé. Tampoco manifiesta bien los deseos que realmente tengo hacia mis jóvenes clientes.

(Hay que notar que el semirretrato que ofrezco de mis jóvenes clientes norteamericanos y de su cultura puede fácilmente constatar otra fantasía, una pintura distorsionada según mis propósitos expresivos. Pero hay que notar además que la distorsión pintoresca puede ser más expresiva que una fotografía cualquiera.

Los llamo ‘clientes’ porque a veces hay que utilizar el vernáculo, con todo lo que importa en cuanto al análisis cultural, aunque sea un análisis altamente fabuloso o divagante.

Todo lo que existe en América del Norte tiene precio. Puede ser que el precio sea impertinente, o que se equivoque dramáticamente, pero está allí, debajo de la experiencia de la experiencia, esperándonos, verificándonos el mito de nuestro éxito histórico especial.

Con manía imperdonable buscamos el precio, porque así es como nos enseñaron a buscar a Dios. Su estampa está en el valor numérico del intercambio. Él está enamorado del dólar... por lo menos, nos lo explican así en la tele.

Y ¡qué presión, qué peso, qué exigencia! ¡Eso de servir a Dios en el acto severo de saber todos los precios!)

Enfrentados con la posibilidad de reírse, de burlarse de las estructuras rígidas de la academia, con lo que vieron como un permiso de equivocarse a su gusto, mis jóvenes clientes dejaron al lado, por un momento sonriente, el historicismo enfermo de los precios, pero no pudimos congelar el tiempo. Sus ansias volvieron y se terminó la clase, la semana, el capítulo.

“Buena suerte” les dije, porque sé que no se entusiasman por el examen.

En lunes, cae... el examen.

¿Caerán ellos, también, intentando cogerlo mientras descienda implacable hacia el abismo? ¿Caerá la mitología del aula?

La tensión tiene un sabor a fruta corrompida.

Como la culpa.

La esperanza no tiene centro.

Como el idioma.

“Buena suerte.”

“Sí” me respondían, con resignación, como para decir “Esto de aprender, parece que no acabará nunca, ¡joder!”

Perdóname. Pero sus caras lo dicen. Hay un silencio matemático que expresa lo que ya no quieren ocultar.

Es un sentimiento muy norteamericano. Sale de la frustración sin diálogo. Todo se acepta. Nada se exceptúa. No hay reglamento. No hay espacio. No puede haber tristeza.

Se habla sólo de lo bueno que es el ser humano. Bueno y pecador. Uno se pregunta: ¿con quién tenemos que debatir este tema, si sabemos que Dios se suicidó en un programa de televisión?

Se lo compadezco... a Dios... al ser humano... e incluso a mis resignados clientes. La renegación es dura. La negación simple, aún más.

Pero lo más perturbador es que creen que tienen, a través de sus queridos ‘precios’, una imagen certera de la realidad.

En mi traducción castellana de la traducción inglesa del alemán, Wittgenstein dice: “Lo que un Copérnico o un Darwin realmente logró no fue el descubrimiento de una teoría verdadera, sino de un punto de vista nuevo y fértil.”

Sólo tenemos la visión y eso ya es una cuestión de fe.

Lo que llamamos ‘mundo’ no es más que esperanza en flujo. ¡Qué bonito pasar una tarde viendo llover sobre la superficie del flujo!

El tuétano del idioma no es ningún órgano físico (por lo menos, en estos momentos), sino una carne fantástica, la tendencia que tiene el ser humano de imaginarse, de meterse dentro del flujo, de construir para sí mismo un sistema de preguntas, para después ocuparse contestándolas.

Pero no voy a decir que la fantasía y su compañero flujo sean la realidad última. Puede ser que todo esto de la vida fantástica sea mi peor ofensa hasta la fecha.

Somos esperanza porque no tenemos precio.

Escapamos del hierro de los precios porque no somos reales. Somos fantásticos.

Por lo menos yo. La discordia...

ii.

Podría hablarte de un viaje que hice a pie. Muy parecido a la excursión a Montserrat, pero yo solo.

Salí a las diez, una noche, y a las tres me di cuenta de que no había suelo debajo de mis pies. Andaba por el aire.

Fue una noche húmeda. El tiempo se demoraba. Lo que parecía horas después se me presentó en el reloj como las tres y ocho... ocho minutos.

A las tres y media, me acercaba a la luna. Había en el suelo, entre el polvo grisáceo que conocemos, una alfombra larga, tejida de seda, plata, y nácar, pero lujosa, que me dirigía hacia el horizonte.

Tres veces vi salir la Tierra de los mares áridos, sin salir de la alfombra que me guiaba. Pensaba en lo necesario que pueden ser el agua y los teléfonos. El reloj no me servía en ese terreno. ¿Cuánto tiempo necesita un peregrino para dar la vuelta a la luna tres veces, andando en su espiral plateado?

Por fin, ya sin ningún concepto del tiempo que pasara sobre mí, llegué a una reja en medio del polvo lunar. No había paredes, pero la estructura parecía advertirme que detrás del portal, algo me esperaba.

Empujé con dos dedos el metal que tenía estatura de gelatina. Allí había una urna antiquísima, pintada por fuera con figuras que parecían contar una historia, y dentro, varios manuscritos y una botella de vino.

En la etiqueta de la botella, en vez de un nombre, en vez de cualquier explicación textual, sólo había una línea que subía y bajaba, sin regularidad, como el gráfico de un ritmo sincopado y sin sentido.

Me quedé para ojear los papeles. Tomando el vino celestial, relajado por haberlo encontrado con un sacacorchos y una foto mía. O todo era casualidad o todo era místicamente deliberado y ordenado... y las preguntas más obvias e incontestables se me quedaron misericordiosamente lejos, mientras leía...

Al principio, sólo había palabras sueltas:

Agua, luz, sal, sombra, apariencia, amor, ayer, mañana...

Así, sin orden, pero con evidentes conexiones difuminadas entre ellas. Y la lista siguió:

Techo, espejo, cambio, miedo, intelecto, música, ganado, sombrero, sangre...

Hasta coger un ritmo, y después una tendencia ligeramente gramática:

Ser, lo que es, dentro, del cuerpo, de la mente, misterio, que trae, hacia, el vértigo, de la providencia, de la pérdida, del amor...

He transcrito sólo los trozos que mejor dibujan mi impresión de lo leído.

El ‘nombre’ del vino vino a ser, por lo que entendí, todo lo que leí esa noche, subiendo y bajando, interrumpiéndose, componiendo en mi conocimiento una música con los variados silencios que habitan entre las palabras... entre todas las palabras que ha habido jamás.

Me puse a caminar, otra vez, en dirección contraria, hacia la Tierra, hacia mi punto de salida, hacia la esperanza de la primera luz del día que dejé crepitando con aquella lentitud que ya he apuntado arriba. Después de lo que pareció otros dos meses, en los que sólo meditaba, no tenía ni qué comer ni nada (aquel vino anónimo y con todos los nombres pareció saciarme el hambre y la sed de por vida), llegué a mi puerta y descubrí el correo y un periódico de la misma fecha en que había partido.

La tremenda fantasía del calendario, pensé.

Quería ponerme en contacto contigo, decirte que todavía estaba ahí en la distancia, fabulando, conquistando desiertos, inventando otros, acordándome de toda la lectura de mi vida fantástica.

Y ahora escribo.

Aquí en la noche que ha dejado de llover.

Substituyo tinta y letra por lluvia sobre flujo.

Encuentro en la calle los plateados estruendos de la ‘Sevilla’ de Albéniz. Es un guitarrista solo que toca, bajo un farol que ilumina la neblina invernal de su respiración. La noche se enfría; Albéniz, como desde lejos, intenta suavizar las brisas mordaces.

Ahora me doy cuenta de que el nombre extenso y enigmático de aquel vino lunar es el nombre que damos, sin nombrar, sin sonido ni texto, a lo que nos parece propio, en la vida.

Fantasía o no, no podemos vivir sin el recuerdo. Unos conjeturan que el recuerdo es el lugar actual del ‘yo’.

En la desarraigada peregrinación de la fantasía, lo que más importa es el nombre. ¿Y qué puede ser el nombre, si no un acto y un acontecimiento?

Quería volver al diálogo que perpetuamos, explicar de nuevo quién soy, qué significa la vida para mí, cómo lucho contra el tiempo. Para hacerte llegar tales noticias, desde el otro lado del Atlántico, me vi invertido en la necesidad de derramar nombres sobre la página, de abrir esa botella que se llama ‘pulso’ y ‘sin término’ y ‘todo y nada’, de beber y dar de beber de aquellos néctares celestiales, regalados por no sé quién.

La fantasía. La vida. El flujo.

La lluvia vuelve. Susurra, como siempre, que hay cierta continuación transmitiéndose desde el centro de cada final.

Los pies ven y los ojos andan.

Entonces, ¿qué tenemos? Un diluvio de nombres, una infinitud necesaria e imposible, el agotamiento de la lengua y la inauguración de otro mundo, el que sigue al presente, siempre listo, siempre a punto de comenzar.

¡Qué suerte que haya descubierto sin ganas de temblar ese momento inspirado de lectura sin borde y súbito, la rúbrica hueca de la palabra naciente!

Mi viaje hasta la luna, alrededor de ella, por todos los riachuelos y cascadas de la historia del idioma, no lo puedo meter con lealtad, en un ensayo, porque fue realmente un momento de contemplación, nomás.

Al final de la lengua, un salto. Una fe. El muy humano deseo de alquilar un espacio en la geometría legendaria de otra mente.

Ahora, espero, sabrás mejor cómo entro en este camino inacabable de cocotología sentimental. Me tienta decir que es una especie de cocina sin paredes, sin utensilios ni comedor fijo, donde el acto, el acontecimiento creativo consiste en doblar formalmente la misma sustancia del ser, para que se convierta en expresión.

Y ahora, me pregunto si la fantasía puede ser otra encarnación de la muy sospechada condición humana. Tendencia infalible. Me pregunto si la fantasía es la causa o la solución de la agresión ródsteresca universal de estos deciduos suburbios norteamericanos donde me he puesto a derramar nombres en una hoja blanca.

¿Es mi método de ser o es el método con que el ser me compone?

La palabra.

¿Existe la posibilidad de visitar un lugar ya visitado?

El nombre.

¿Hay memoria que sea lo que pretende ser, al final?

Son preguntas mías. Te las regalo, como lentes, como explicaciones que no puedo dar de mi preferida vida fantástica, de cómo mis ojos andan, nadan entre cortinas de niebla y profusión y mis pies tratan de ver lo que no se puede ver de otra manera.

Hay que navegar entre discordias, continuar donde el universo de la comprensión nos deje continuar siendo...

lo que esperamos...

© 2001 Joseph Robertson


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