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Un sonido metálico despierta a Marcelino de golpe. Es una moneda que, buscando la tela mullida de su gorra, acaba de caer al suelo, junto a su cabeza. El hombre abre los ojos con pereza y contempla, sobre su cuerpo tumbado, a una mujer vieja mirándolo con cara de susto. Al parecer, la señora había decidido dar una limosna al mendigo, pero no le agradada la idea de que ésta la haya delatado. Marcelino intenta sonreír y dar las gracias a la mujer, pero tiene los músculos de la boca agarrotados. Cuando las neuronas, ya demasiado lentas por los muchos litros de vino consumidos a lo largo de toda su triste vida, mandan la información al cerebro, la mujer ya se aleja de él, con paso ligero y sin volver la cabeza. Con ánimo, Marcelino se gira en su dirección y todavía alcanza a ver sus piernas, algo regordetas, protegidas por unas fuertes medias de lana negras que le tapan la parte que la falda, también negra, no le cubre. Marcelino intenta apresurar su gratitud, por lo que se quita el cartón que lo protege y haciendo un gran esfuerzo para que la voz salga de su garganta agradece a la mujer la moneda que ya sostiene en su mano. Ésta no se da la vuelta, continua su camino, decidida e indiferente.
La señora Julia solo madruga tanto dos veces por año, en el cumpleaños de su marido y en el de su hijo. Ambos la abandonaron hace ya demasiado tiempo y ella, a pesar de no haberles perdonado su ausencia, no falla en su visita al cementerio. Hoy su hijo cumpliría treinta y ocho años si la desgracia no se lo hubiera arrebatado cuando apenas era un niño.
- Ese hijo de su madre. - Refunfuña la mujer en voz baja mientras
acelera el paso. - Me lo mató a sangre fría y era solo un crío.
¡Pero si no le había hecho daño a nadie! - Cuando dice
esto, las lágrimas se le agolpan en las cuencas de los ojos. Lleva
la fotografía de Pedro en la cartera y, aunque se la sabe más
que de memoria, la vuelve a sacar del bolsillo sin dejar de caminar.
- Míralo, madre mía, si era un santo, un cielo, tan inocente,
y ese mal nacido me lo robó, me lo quitó. Si lo agarrase, juro
que lo mataba con mis propias manos. - La señora Julia deja de hablar
porque el corazón le late tan deprisa que tiene que frenar el paso
y parar durante unos instantes. El médico le ha dicho que no debe sulfurarse
si quiere vivir unos años más. Pero ella está harta de
vivir.
-Dios quiso que fuese él, pobrecito mío, aquella buena alma
se tuvo que ir antes que yo. Espero que lo tenga en su gloria. - susurra mientras
lleva los ojos al cielo y se seca las lágrimas. Poco a poco recupera
la calma e intenta no pensar en el asesino. Con resignación se guarda
de nuevo la foto en el bolsillo y reemprende la marcha hacia la tumba de su
hijo.
Marcelino saborea la moneda con la mirada al tiempo que la hace girar entre sus dedos. Ha sido una buena forma de despertar, piensa al tiempo que sonríe. Con ella va a poner llenar, por lo menos hasta la mitad, la botella de vino que desde horas está vacía. Es su única compañera. Mientras imagina el sabor del vino bajándole por la garganta, Marcelino mete la mano en el bolsillo, saca el último trozo de pan que le queda y se lo lleva a la boca. Cuando lo muerde, en el lugar donde antes tenía los dientes, se le clava un dolor agudo. Como un acto reflejo se lleva el dedo índice a la boca y se presiona la encía. Al hacerlo, la suciedad de la uña se le mezcla con la saliva provocándole un sabor amargo. Cuando consigue tragar las migas revenidas, sin dejar de pensar en el trago de vino del que en breve podrá disfrutar, Marcelino se va poniendo en pie, dejando a un lado los cartones que serán su cama la noche siguiente. Cuando por fin recupera la verticalidad, nota cómo se le resienten los músculos. Lleva demasiados años viviendo en la calle y la humedad no le perdona. Se siente cansado y viejo y el pasado le pesa sobre la espalda como una losa que no puede sacudirse. La pesadilla de su vida se apodera de sus pensamientos como lo hace cada día. Marcelino siente la necesidad de echar un trago para dejar de pensar, por lo coge la botella vacía e inicia el camino en busca de un lugar donde refrescar su sed de olvido.
La señora Julia acaba de pasar por la puerta principal del cementerio.
En la mano, que antes sujetaba la foto de su hijo, ahora lleva un ramo de
flores. Para comprarlas ha pagado con las últimas monedas que le quedaban
en la cartera, por lo que no ha podido adquirir una de las bellas rosas que
la mujer del puesto le ofrecía en lugar de las margaritas que la señora
Julia acabó por comprar. Mientras camina hacia la tumba de su hijo,
recuerda el momento en que pasó por delante del mendigo y dejó
caer la moneda sobre su gorra sucia. Se considera una mujer religiosa y le
gusta ayudar al prójimo, pero a veces no puede reprimir ciertos sentimientos
contradictorios de los que luego se confiesa ante el párroco de la
iglesia de su barrio.
- Seguro que se bebe lo que podía haber sido una linda rosa para ponérsela
a Pedrito. - dice en voz alta. - Si son todos iguales. Mucha limosna, mucha
limosna, pero cuando les das un trabajo prefieren seguir viviendo como animales.
Justo en el momento en que acaba de decirlo, la señora Julia se arrepiente
de haberlo hecho. Un ataque de culpabilidad le recorre la espalda al pensar
lo egoísta que está siendo al juzgar a aquel hombre sin apenas
conocerlo. Cambiándose las flores de mano, se santigua varias veces
seguidas y con la mirada puesta en el cielo le pide a su Santa María
de los Desamparados que le perdone por sus palabras, tan indignas de una verdadera
cristiana.
- Ave María, - empieza a rezar en silencio. - que aquel hombre sepa
hacer un buen uso de mi moneda.
Marcelino llega a un bar abierto y un repentino ataque de alegría
le hace olvidarse de sus desgracias. Piensa que mientras tenga vino no hay
nada de qué preocuparse. Los fantasmas del pasado, que amenazan con
volverlo loco, no pueden atacarle si él tiene su escudo protector.
Sube el escalón que lo separa del bar y empuja la puerta, que no le
opone resistencia. Dentro, una mujer con cara de sueño le mira con
indiferencia desde el otro lado de la barra.
- Buenos días. - dice Marcelino
- Buenos días. - responden unos labios pintados de rojo.
- ¿Sería usted tan amable de llenarme esta botella de vino?
Le pregunta Marcelino con toda la educación que consigue encontrar
en sus palabras.
- Oiga usted, - le responde la mujer con tono seco. - Yo no me levanto a las
cinco de la mañana para dar limosna a todo el que pasa.
Marcelino sujeta con cuidado la moneda y tiene la noble intención de
enseñársela a la mujer para demostrarle que tiene con qué
pagarle, pero la arrogancia de sus gestos le hacen darse la vuelta y, sin
decir nada, deja a la camarera sumergida en sus protestas.
De nuevo a la calle, Marcelino se dispone a buscar otro lugar donde saciar
su sed y callar los fantasmas de su cabeza, cada vez más ruidosos.
- Felicidades, Pedro. - dice la señora Julia cuando por fin se encuentra
frente a la tumba de su hijo. - Por si no te acuerdas, hoy cumples treinta
y ocho años. Cuánto tiempo ha pasado, hijo, y cuánto
te echo de menos. Tú no deberías estar muerto, pero aquel día
yo no te llevé conmigo. Si lo hubiera hecho tal vez hoy no estarías
aquí enterrado. Si no te hubiera dejado en casa tal vez ese monstruo
no te habría encontrado y no te habría hecho lo que te hizo.
¡Ay! Qué culpable me siento, hijo mío. Cómo debiste
sufrir, qué muerte tan horrible la tuya
- la señora Julia
interrumpe su monólogo porque las imágenes de su hijo muerto
se le vienen a la memoria. Intenta tragar saliva pero siente que tiene una
roca en la garganta.
Cuando encontraron el cadáver de Pedro, junto a una laguna cerca del
pueblo donde vivían, el cuerpo estaba prácticamente irreconocible.
Le habían asestado varias puñaladas en el pecho y con una piedra
le habían golpeado en la cabeza desfigurándole la cara.
- No lo condenaron, hijo, a tu asesino, lo dejaron libre, después de
lo que te hizo. Dijeron que no estaba bien de la cabeza, que no podía
ir a la cárcel porque estaba enfermo. Lo dejaron en la calle, hijo,
y eso yo no se lo perdono ni a Dios ni a la justicia. Así te lo digo,
Pedro, yo que siempre he sido una buena cristiana y una buena ciudadana, y
mira, sola en el mundo, sufriendo toda una vida por el marido que se me murió
y el hijo que me arrebataron. ¡Ay! hijo, nueve años tenías
y aquel desgraciado te mató, a sangre fría, sin pensárselo
dos veces y de aquella forma tan horrible. Debiste sufrir tanto, hijo mío,
que cuando pienso en aquel mal nacido el odio me ciega y casi no me deja pensar.
Al pronunciar estas últimas palabras aprieta con fuerza el pañuelo
que sujeta y sin darse cuenta se clava las uñas en la palma de su mano.
- Ya ves cómo son las cosas. Tu ahí, bajo tierra, comiéndote
los gusanos y tu asesino, en la calle, disfrutando de su vida y sin pagar
por la que te robó a ti. Si me lo encontrase, hijo, te juro que lo
mataba con mis propias manos, aunque fuese lo último que hiciese. Pero
no lo he vuelto a ver. Después del juicio nunca más volvió
al pueblo. Aquel canalla, sinvergüenza, desgraciado
La señora Julia va subiendo el tono de voz cada vez más, al
tiempo que su corazón vuelve a latir más deprisa. Es precisamente
por eso por lo que solo viene al cementerio dos veces al año. Si lo
hubiera hecho con más frecuencia se habría vuelto loca o habría
acabado suicidándose. Pero ella es una buena cristiana, por lo que
se ha resignado a vivir la vida de sufrimiento que Dios ha trazado para ella
y, a pesar de odiarle con todas sus fuerzas, no ha dejado ni un instante de
adorarle.
- Tiene que ser así, hijo mío, - se justifica en voz alta. -
Si renunciamos a nuestra religión ya ni siquiera nos queda esperanza
para el otro mundo. Y yo todavía espero reencontrarme contigo. Adiós,
vida mía. Si el año que viene sigo viva, no faltaré a
nuestra cita.
Marcelino sigue deambulando por la ciudad pero ya no busca un sitio donde
apagar su sed. Acaricia la moneda con sus dedos sucios y la imagen de la mujer
vieja vestida de negro no se le quita de la cabeza. Después de todo,
piensa, hay gente buena en el mundo. No como él, que es un criminal
que no merece estar vivo. Cada vez que los recuerdos le asaltan el pensamiento,
Marcelino se ha sumergido en la bebida para aplacar las voces de culpabilidad
que salen de su interior. Hoy los gritos de su pasado retumban en su conciencia
con más fuerza, pero él se ha propuesto no beber. Desde que
confesó en el juicio y le declararon inocente, no ha vuelto a hablar
con nadie, ni siquiera con él mismo, de lo ocurrido. Se ha limitado
a dejar que los días pasen por él a la espera de que la muerte
sentencie el castigo que hace tiempo le gustaría haber cumplido. Sueña
con ella con frecuencia, pero nunca ha tenido coraje suficiente para anticipar
su momento.
Marcelino vuelve a mirar la moneda y piensa en el dulce sabor del vino.
- ¿Y si bebo un vaso? - pronuncia la frase en voz alta para que parezca
que es otro el que propone la invitación. Necesita una justificación
para volver a caer en la cobardía de su vida. Sin pensárselo
dos veces, busca con la mirada un bar y encuentra, al fondo de la calle, un
cartel luminoso. Como hipnotizado, Marcelino camina en en esa dirección
mientras piensa, como cada mañana, que hoy no es un buen día
para enfrentarse a sus demonios.
Antes de abandonar el cementerio, la señora Julia se dirige a la tumba
de su marido. Camina por la avenida principal casi hasta la puerta y después
gira hacia la derecha en busca de la tumba. Lo hace cabizbaja y con los ojos
rojos de tanto llorar.
La tumba de su marido es la tercera a la derecha. Cuando llega se para de
frente, se santigua y reza un padrenuestro en memoria del único hombre
al que ha amado en toda su vida. Cuando lo acaba vuelve a dibujar la señal
de la cruz en su pecho y se dispone a abandonar el campo santo. La pesadez
del ambiente casi no le deja respirar. Con paso ligero vuelve por donde ha
venido y cuando está a punto de alcanzar la puerta principal una ráfaga
de viento le golpea la cara y le hace estremecerse. La señora Julia
se mete las manos en los bolsillos para protegerlas del frío y en ese
preciso momento comprueba que no tiene la foto de Pedro.
- Se me ha debido caer antes, - dice y retoma el camino de vuelta. Cuando
llega a la tumba de su hijo no puede contener su asombro al descubrir que,
en medio de las margaritas blancas, sobresale una hermosa rosa roja. Con los
ojos a punto de salírsele de las órbitas le asalta la duda.
Es plenamente consciente de que no ha sido ella quien la ha colocado allí
y, cuando la pregunta se le pasa por la cabeza, la respuesta se le presenta
con nitidez.
- Gracias, Santa María, - dice irguiendo la cabeza al tiempo que se
santigua. - tu que fuiste madre y viste morir a tu hijo, comprendes mi dolor.
Al otro lado de la ciudad, Marcelino ha regresado a sus cartones. La sequedad
de su garganta se ha convertido en un bloque de cemento. La botella de vino
sigue a su lado, tan vacía como antes porque, por primera vez en toda
su vida, ha sido capaz de resistir. Ya no tiene la moneda de la señora
Julia, pero sí otra cosa que le pertenece: la foto de un niño
llamado Pedro que hoy cumple treinta y ocho años.
Mientras la observa, un temblor repentino se apodera de su cuerpo. Marcelino
siente que es la muerte aproximándose a él con pasos de gigante.
No la teme. Hace tiempo que la espera y ahora está convencido de que
ésta aguardaba el momento oportuno. Por primera vez en su vida no se
siente culpable. Con calma se tumba bajo los cartones, se acurruca y, sin
soltar la fotografía, cierra los ojos.
- Padre nuestro, - empieza a rezar pero se detiene porque no recuerda como
sigue. - Soy un asesino y me arrepiento.
Son sus últimas palabras. Después una ráfaga de viento
le quita los cartones que le cubren, al tiempo que su corazón da la
última campanada.
© 2004 Virginia López Rodríguez