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En el abanico de los que saben más hay
un diseño claro: nadie lo explica pero todos lo admiran.
No hay por qué preguntarse por los caminos
naranjos a la noche, acompañados, como no
hay que preguntarse por esa pareja que piensa
y brilla como las estrellas, o los parques en octubre
no hay que preguntarse por ese guardia
generoso que cierra el museo unos minutos tarde
para que los niños alcancen a reír con
el último cuadro que jamás entenderán
pero les atrae.
No hay por qué preguntarse por qué un
extraño voltea y nos sonríe en el hipódromo
compartiendo un tiempo ajeno, como no hay
por qué preguntarse cuando, ya bien de noche,
el bus se esmera en dejarnos temprano
en casa, tampoco habrá preguntas en los brazos
de la que, secándose las manos, nos abre
la puerta con cara de deseo concedido
no hay por qué preguntarse el hecho de saciarnos
en el abrazo de un amigo, en las risas
cómplices, en el encuentro sincero, no hay
por qué preguntarse por la bendita presencia
salvadora del hermano mayor allí frente
al pariente que nos intimida, no hay
por qué preguntarse por la sincronía asombrosa
de un padre que entra justo en el momento
en que la madre necesita ese consuelo,
bañado de azar y noches de temor
¡y la música! ¡si nos preguntáramos por ella!
Mereceríamos de inmediato la bofetada
por impertinencia, por incredulidad, por deshonor,
por torpeza por preguntarse por qué ella amarra
los zapatos del pasado, cuando solamente
el caminar en nuestro linde, nuestro aire;
no hay por qué preguntarse por el vuelo
solitario de un pájaro ni por sus compañeros
que saltan en sus patas aún por los
gusanos extintos (el gato se lame los bigotes)
no hay por qué preguntarse por la delicia
de los caminos aledaños, son intransitables
por el silencio que los baña en ramas
y humedad.
No hay por qué preguntarse por todas las palabras;
las que brotaron primero son generalmente las correctas