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Olga, siempre recordaré tu pelo
de oro dando brincos celestinescos,
y tu infatigable trotar por frescos
patios sevillanos; el limpio anhelo
de tu melancolía aflote en el cielo
del Guadalquivir. Dime, ¿en qué rubenescos
empíreos, sahumados de arabescos
azahares, duerme tu desconsuelo?
Aquí abajo, Olga, tu soledad sigue
vagando por calles neoyorkinas;
el retumbo de sus ayes persigue
rostros de carcajadas azulinas.
Te extiende, Oh Olga, la mano y no consigue
más que asir tu perfume en las neblinas...