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WORLD'S LANGUAGES ENDANGERED
As many as half of all known languages may die out during the next century, along with vital language-specific concepts. [Full Story]


Este libro está disponible en una edición nueva de Linkgua US, en colaboración con Casavaria...
EMERSON: 'EL GRAN FILÓSOFO AMERICANO HA MUERTO'
ELOGIO A LA MUERTE DE RALPH WALDO EMERSON, ESCRITO POR JOSÉ MARTÍ, Y PUBLICADO EL 19 DE MAYO, 1882
19 mayo 2006

Tiembla a veces la pluma, como sacerdote capaz de pecado que se cree indigno de cumplir su ministerio. El espíritu agitado vuela a lo alto. Alas quiere que lo encumbren, no pluma que lo taje y moldee como cincel. Escribir es un dolor, es un rebajamiento: es como uncir cóndor a carro. Y es que cuando un hombre grandioso desaparece de la tierra, deja tras de sí claridad pura, y apetito de paz, y odio de ruidos. Templo semeja el universo. Profanación el comercio de la ciudad, el tumulto de la vida, el bullicio de los hombres. Se siente como perder de pies y nacer de alas. Se vive como a la luz de una estrella, y como sentado en llano de flores blancas. Una lumbre pálida y fresca llena de silenciosa inmensa atmósfera. Todo es cúspide, y nosotros sobre ella. Está la tierra a nuestros pies, como un mundo lejano y ya vivido, envuelto en sombras. Y esos carros que ruedan, y esos mercaderes que vocean, y esas altas chimeneas que echan al aire silbos poderosos, y ese cruzar, caracolear, disputar, vivir de hombres, nos parecen en nuestro casto refugio regalado, los ruidos de un ejército bárbaro que invade nuestras cumbres, y pone el pie en sus faldas, y rasga airado la gran sombra, tras la que surge, como un campo de batalla colosal, donde los guerreros de piedra llevan coraza y casco de oro y lanzas rojas, la ciudad tumultuosa, magna y resplandeciente. Emerson ha muerto: y se llenan de dulces lágrimas los ojos. No da dolor sino celos. No llena el pecho de angustia, sino de ternura. La muerte es una victoria, y cuando se ha vivido bien, el féretro es un carro de triunfo. El llanto es de placer, y no de duelo, porque a cubren hojas de rosas las heridas que en las manos y en los pies hizo la vida al muerto. La muerte de un justo es una fiesta, en que la tierra toda se sienta a ver cómo se abre el cielo. Y brillan de esperanza los rostros de los hombres, y cargan en sus brazos haces de palmas, con que alfombran la tierra, y con las espadas de combaten hacen en lo alto bóveda para que pase bajo ellas, cubierto de ramas de roble y viejo heno, el cuerpo del guerrero victorioso. Va a reposar, el que lo dio todo de sí, e hizo bien a los otros. Va a trabajar de nuevo, el que hizo mal su trabajo en esta vida. ¡Y los guerreros jóvenes, luego de ver pasar con ojos celosos, al vencedor magno, cuyo cadáver tibio brilla con toda la grandeza del reposo, vuelven a la faena de los vivos, a merecer que para ellos tiendan palmas y hagan bóvedas!

¿Que quién fue ese que ha muerto? Pues lo sabe toda la tierra. Fue un hombre que se halló vivo, se sacudió de los hombros todos esos mantos y de los ojos todas esas vendas, que los tiempos pasados echan sobre los hombres, y vivió faz a faz con la naturaleza, como si toda la tierra fuese su hogar; y el sol su propio sol, y él patriarca. Fue uno de aquellos a quienes la naturaleza se revela, y se abre, y extiende los múltiples brazos, como para cubrir con ellos el cuerpo todo de su hijo. Fue de aquellos a quienes es dada la ciencia suma, la calma suma, el goce sumo. Toda la naturaleza palpitaba ante él, como una desposada. Vivió feliz porque puso sus amores fuera de la tierra. Fue su vida entera el amanecer de una noche de bodas. ¡Qué deliquios, los de su alma! ¡Qué visiones, las de sus ojos! ¡Qué tablas de leyes, sus libros! Sus versos, ¡qué vuelos de ángeles! Era de niño, tímido y delgado, y parecía a los que le miraban, águila joven, pino joven. Y luego fue sereno, amable y radiante, y los niños y los hombres se detenían a verle pasar. Era su paso firme, de aquel que sabe adónde ha de ir; su cuerpo alto y endeble, como sus árboles cuya copa mecen aires puros. El rostro era enjuto, cual de hombre hecho a abstraerse, y a ansiar salir de sí. Ladera de montaña parecía su frente. Su nariz era como la de las aves que vuelan por cumbres. Y sus ojos, cautivadores, como de aquel que está lleno de amor, y tranquilos, como de aquel que ha visto lo que no se ve. No era posible verle sin desear besar su frente. Para Carlyle, el gran filósofo inglés, que se revolvió contra la tierra con brillo y fuerza de Satán, fue la visita de Emerson, «una visión celeste». Para Whitman, que ha hallado en la naturaleza una nueva poesía, mirarle era «pasar hora bendita». Para Estedman, crítico bueno, «había en el pueblo del sabio una luz blanca». A Alcott, noble anciano juvenil, que piensa y canta, parece «un infortunio no haberle conocido ». Se venía de verle como de ver un monumento vivo, o un ser sumo. Hay de esos hombres montañosos, que dejan ante sí y detrás de sí, llana la tierra. Él no era familiar, pero era tierno, porque era la suya imperial familia cuyos miembros habían de ser todos emperadores. Amaba a sus amigos como a amadas; para él la amistad tenía algo de la solemnidad del crepúsculo en el bosque. El amor es superior a la amistad en que crea hijos. La amistad es superior al amor, en que no creo deseos, ni la fatiga de haberlo satisfecho, ni el dolor de abandonar el templo de los deseos saciados por el de los deseos nuevos. Cerca de él, había encanto. Se oía su voz, como la de un mensajero de lo futuro, que hablase de entre nube luminosa. Parecía que un impalpable lazo, hecho de luz de luna, ataba a los hombres que acudían en junto a oírle. Iban a verle los sabios, y salían de verle como regocijados, y como reconvenidos. Los jóvenes andaban luengas leguas a pie por verle, y él recibía sonriendo a los trémulos peregrinos, y les hacía sentar en torno a su recia mesa de caoba, llena de grandes libros, y les servía, de pie como un siervo, buen jerez viejo. ¡Y le acusan, de entre los que leen y no lo entienden, de poco tierno, porque hecho al permanente comercio con lo grandioso, veía pequeño lo suyo personal, y cosa de accidente, y ni de esencia, que no merece ser narrada! ¡Frinés de la pena son esos poetillos jeremíacos! ¡Al hombre ha de decirse lo que es digno del hombre y capaz de exaltarlo! ¡Es tarea de hormigas andar cortando en rimas desmayadas dolorcillos propios! El dolor ha de ser pudoroso.

Su mente era sacerdotal; su ternura, angélica; su cólera, sagrada. Cuando vio hombres esclavos, y pensó en ellos, habló de modo que pareció que sobre las faldas de un nuevo monte bíblico se rompían de nuevo en pedazos las Tablas de la Ley. Era moisíaco su enojo. Y se sacudía así las pequeñeces de la mente vulgar, como se sacude un león, tábanos. Discutir para él era robar tiempo al descubrimiento de la verdad. Como decía lo que veía, le irritaba que pusiesen en duda lo que decía. No era la cólera de vanidad, sino de sinceridad. ¿Cómo había de ser culpa suya que los demás no poseyesen aquella luz esclarecedora de sus ojos? ¿No ha de negar la oruga que le águila vuela? Desdeñaba la argucia, y como para él lo extraordinario era lo común, se asombraba de la necesidad de demostrar a los hombres lo extraordinario. Si no le entendían, se encogía de hombros: la naturaleza se lo había dicho: él era un sacerdote de la naturaleza. Él no fingía revelaciones; él no construía mundos mentales; él no ponía voluntad ni esfuerzo de su mente en lo que en prosa, son como ecos. Él veía detrás de sí al Espíritu creador que a través de él hablaba a la naturaleza. Él se veía como pupila transparente que lo veía todo, lo reflejaba todo, y sólo era pupila. Parece lo que escribe trozos de luz quebrada que daban en él, y bañaban su alma, y la embriagaban de la embriaguez que da la luz, y salían de él. ¿Qué habían de parecerle esas mentecillas vanidosas que andan montadas sobre convenciones, como sobre zancos? ¿Ni esos hombre de indignos, que tiene los ojos y no quieren ver? Ni eso perezosos u hombres de rebaño, que no usan de sus ojos, y ven por los de otro? ¿Ni esos seres de barro, que andan por la tierra amoldados por sastres, y zapateros, y sombrereros, y esmaltados por joyeros, y dotados de sentidos y de habla y de no más que esto? ¿Ni esos pomposos fraseadores, que no saben que cada pensamiento es un dolor de la mente, y lumbre que se enciende con olio de la propia vida, y cúspide de monte?

Jamás se vio hombre alguno más libre de la presión de los hombres, y de la de su época. Ni el porvenir le hizo temblar, ni le cegó al pasarlo. La luz que trajo en sí le sacó en salvo de este viaje por las ruinas, que es la vida. Él no conoció límites ni trabas. Ni fue hombre de su pueblo, porque lo fue del pueblo humano. Vio la tierra, la halló inconforme a sí, sintió el dolor de responder las preguntas que los hombre no hacen, y se plegó en sí. Fue tierno para los hombres, y fiel a sí propio. Le educaron para que enseñara un credo, y entregó a los crédulos su levita de pastor, porque sintió que llevaba sobre los hombros el manto augusto de la naturaleza. No obedeció a ningún sistema, lo que le parecía acto de ciego y de siervo; ni creó ninguno, lo que le parecía acto de mente flaca, baja y envidiosa. Se sumergió en la naturaleza, y surgió de ella radiante. Se sintió hombre, y Dios, por serlo. Dijo lo que vio; y donde no pudo ver, no dijo. Reveló lo que percibió, y veneró lo que no podía percibir. Miró con ojos propios en el universo, y habló un lenguaje propio. Fue creador, por no querer serlo. Conoció la dulzura inefable del éxtasis. Ni alquiló su mente, ni su lengua, ni su conciencia. De él, como de un astro, surgía la luz. En él fue enteramente digno el ser humano....

Abstracto del libro Escenas americanas, de José Martí,
del capítulo "Emerson", un elogio escrito por el poeta cubano
y publicado por vez primera en
La Opinión Nacional,
en Caracas, Venezuela, 19 mayo 1882

Libro publicado por Linkgua, © 2006,
disponible en línea, ISBN: 84-9333439-4-3

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