Diario de amor
Gertrudis Gómez de Avellaneda
La vida
Gertrudis Gómez de Avellaneda (Camagüey, 1814- Madrid, 1873). Cuba.
Era hija de un oficial de la marina española y de una cubana. Escribió
novelas y dramas y fue actriz. Estudió francés y leyó mucho,
sobre todo autores españoles y franceses. Tras una corta estancia en
Burdeos, vivió un año en La Coruña y después en
Sevilla, donde conoció a Ignacio Cepeda, con quien tuvo un romance. Por
esta época ejerció el periodismo y estrenó su primer drama.
Su creciente prestigio literario le permitió establecer amistad con Espronceda
y Zorrilla. Poco después se casó con Pedro Sabater, quien murió
tres meses más tarde.
Tras un retiro conventual, la Avellaneda volvió a Madrid y, entre 1846
y 1858, estrenó al menos trece obras dramáticas. Hacia 1853 quiso
entrar en la Academia Española, pero se le negó por ser mujer.
En 1855 se casó con el coronel Domingo Verdugo, conocida figura política
que en 1858 fue víctima de un atentado. Más tarde éste
fue nombrado para un cargo oficial en Cuba. Entonces la Avellaneda dirigió
en La Habana la revista Álbum cubano de lo bueno y de lo bello (1860).
Su marido murió en 1863 y ella se fue a los Estados Unidos. Estuvo Londres
y París y regresó a Madrid en 1864.
Durante los cuatro años siguientes vivió en Sevilla. Utilizó
el seudónimo de La peregrina.
El deseo
El Diario de amor es un testimonio del ideario sentimental de su tiempo. Este
libro contiene una autobiografía y una serie de cartas, puede ser leído
como una narración amorosa, como un estudio de la seducción y
sus estrategias o incluso como vindicación de la condición femenina.
Aquí se narran las vivencias amorosas de la estancia de Avellaneda en
España. Se trata de la exposición de una "vida a la manera
del romanticismo", notoria en la pasión sentimental, en la emotividad
reflejada en una prosa estilizada. Resulta irónico que esta autobiografía
de la Avellaneda fuese escrita como un libro de confesiones dirigido a su amante
Ignacio Cepeda, con el propósito de saciar su curiosidad.
Sin embargo, cabe citar algunos fragmentos en que los tópicos de la pasión
romántica son puestos en duda:
Yo quiero tu corazón, tu corazón sin compromisos de ninguna especie. Soy libre y lo eres tú; libres debemos ser ambos siempre, y el hombre que adquiere un derecho para humillar a una mujer, el hombre que abusa de su poder, arranca a la mujer esa preciosa libertad; porque no es ya libre quien reconoce un dueño. Si el mundo fuese más puro, más santo, si volviésemos a la edad de inocencia en que este mundo viejo y corrompido era aún joven y puro, entonces yo no sé cuáles serían mis opiniones; pero hoy día que el hombre que es amado con idolatría, con veneración, puede hacerse culpable de egoísmo y crueldad cuando se reviste con el derecho de superioridad. ¿Y qué mayor superioridad que la de ser árbitro del destino de otro? ¡Creo que me comprenderás!: yo no estaría tranquila si no te dijese que no me has comprendido, y que yo sería despreciable a mis propios ojos si la pureza de mi corazón no justificase la demasiada franqueza que contigo me permito. ¡Dios mío!, y has creído... basta. ¡Mi sueño ahora! Atención. pág. 45
La soberanía
La pasión de la Avellaneda exige el respeto de su propia soberanía.
No se trata de una entrega irreflexiva, los actos de entrega pertenecen a una
convención amorosa que supone también actos de distanciamiento,
reflexiones sobre lo que no es lícito entregar que no tienen que ver
precisamente con la honra sino más bien con el acrecentamiento de los
efectos de la seducción:
Yo no escrupulizaré de amar. Pero creo que Dios me prohíbe buscar en ese sentimiento goces brutales, siempre que él mismo no me impone un deber de materializarlo por un objeto santo, cual es la maternidad. Siento, además, que yo no tengo una necesidad de arrancar al amor todas las perlas de su corona casta para devorarlas en placeres insuficientes para mi felicidad. pág. 57
La conciencia
Asimismo el halago preciso y la conciliación entre el ser idealizado
y sus atributos reales dan al Diario de amor una carga de racionalismo inusitada.
La Avellaneda no vacila en mostrar sus argucias intelectuales, aunque tal vez
con cierta contención, temerosa de intimidar a su amante:
¿Tan vulgares las
crees que pueda suponer que pasen para mí desapercibidas? No; siempre
te he visto digno de ser amado, aun cuando alguna vez haya creído que
tú no sabes amar. Acaso ni aun eso he creído; sólo he comprendido
que a mí no me amabas. Pero ni tu falta de amor a mí ni aun la
tibieza que en general pudiera tener tu corazón en la región de
las pasiones, es motivo para que yo piense que vales poco; ¡qué
absurdo, amigo mío! Napoleón no sabía amar y ciertamente
que a nadie se le ha ocurrido que por razón de su poca ternura dejase
de ser el primer hombre del mundo. Newton dicen que jamás tuvo una querida,
y yo me hubiera enorgullecido de tenerlo por amigo.
Yo no creo que Tasso, porque amó hasta morir de amor y sin juicio, valiese
más que Newton o Napoleón; diré, sí, que el alma
de Tasso simpatiza más con la mía; que lo comprendo mejor; que
si lo hubiera conocido y amado lo hubiera creído más capaz de
hacerme dichosa que Newton o Napoleón. El gran genio de Tasso nacía
de alma eminentemente apasionada; el de los otros, de un espíritu altivo
y profundo; todos valían mucho y se asemejaban poco. pág. 52
Cuando Avellaneda conoció Ignacio ella apenas tenía veinticinco años y parecía consciente de que un exceso de lucidez podría apartarla de su amante. Sin embargo, tras estos cumplidos, unas páginas después la Avellaneda se muestra más sincera y descarnada; sus comentarios muestran una percepción fría y racional de su amante que no nada tiene que ver con la pasión amorosa.
¿Sabes que nada tienes de galante? Eres singular. Tu talento se eclipsa a las veces de una manera inverosímil. Escucha: tú no me has conocido sino por una de mis faces: por la de mi corazón; ignoras que si yo quisiera consultar solamente mi talento y mi conocimiento del corazón humano; si dejase obrar a mi vanidad de mujer y a mi experiencia de filósofo, ni tu amor a esa que lloras, ni tu calma, ni tu hastío, ni nada te salvaría, a ti que quieres salvarme. Sí; yo te dominaría con mi cabeza fría; te subyugaría a mi placer; te volvería loco si se me antojase. pág. 64
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