EL REGRESO
A los diecisiete años de edad Narciso Vargas se enclaustró en un Seminario franciscano.
Su —precipitada y supuesta— decisión estuvo dirigida por dos propósitos aparentemente rotundos y definitivos para él:
1. Por un lado lo atosigaba la constante curiosidad que sentía por conocer los diferentes rostros del sacrificio personal, que pueden conducir a los dominios de Dios, directamente, sin tener que pasar por las engorrosas manos de las sucursales de la fe, las que en su afán por tramitar con detallado celo la salvación eterna, definen y terminan por marcar impositivamente los camino que debe seguir la religión.
2. El segundo objetivo —sin duda más importante que el primero— decía relación con el deseo personal de hacer feliz a su madre, la que desde el momento de parirlo ya soñaba en unirse algún día —a través de aquel pedacito de su carne—, a la gloriosa sangre de Cristo.
Las razones que tenía su progenitora para destinarlo al sacerdocio, eran más que claras, puesto que ella —la más libertina de las mujeres del pueblo, puta profesional a tiempo completo y precios populares, en semana corrida y en efemérides sacras— ya no podía soñar con paraíso alguno luego del jolgorioso fornicio que la delataba, pues en su cuerpo ya exento de gloria, lo comido y bailado por alguna parte se le notaba.
Pero Narciso Vargas ocultaba una tercera razón, más angustiosa y terrible que las dos primeras, y por lo mismo, más humana y dramática.
No recordaba con precisión el momento en que su hermano gemelo —cuya presencia se había vuelto en extremo insufrible para él— había comenzado a inquietarlo con su cercanía enfermiza, a buscarlo entre el miedo de las sombras, a requerirlo para las aventuras más riesgosas y ambiguas que siempre terminaba sobre la cama de Narciso.
Durante el tránsito por la adolescencia, el gemelo, declaradamente impúdico y lascivo, inventó un juego que en el momento del clímax involucraba un desnudo frente al hermano, rogándole con llanto desatado y convulsiones de alienado, que Narciso aquietara aquel fuego que le abrasaba todo el cuerpo.
Armado por el estoicismo y la fuerza que le confería su fe ciega en Dios, Narciso había soportado más allá de cualquier humana tolerancia los arrestos y la provocación contra natura del gemelo. Sin embargo, durante el transcurso de una noche tormentosa, perdió el control ejercitado durante años y golpeó duramente a su hermano hasta hacerse sangrar los nudillos. Luego, por no confiarle el terrible secreto a su madre, se aseguró el concurso de un par de aperos, esperó a que se aquietaran las aguas y volviera la normalidad aparente entre su gemelo y él, y una noche de principios de otoño escapó de la que había sido su casa.
Sólo retornó al aborrecido hogar, al mes de andar y desandar los Seminarios de aquel entonces.
Acompañado por un sacerdote que apenas traspuso la puerta de calle recibió las atenciones que su madre sólo tenía reservadas para venerar a un rey, Narciso consiguió de ella el permiso inmediato para ingresar a un Convento distante a un par de semanas de viaje. Con lágrimas en los ojos aquella misma tarde se despidió de su madre, recibiendo bendiciones a granel por parte de ésta, y apenas si cruzó un adiós con el gemelo que lo despidió con una extraña sonrisa en los labios.
Con el alivio del que adivina la libertad eterna, cogió unos cuantos bártulos y se marchó para siempre detrás de los caminos que Dios ya había escogido para él.
Instalado en su nuevo hogar, los ejercicios propios del retiro voluntario, la templanza, los votos de pobreza, la práctica sistemática de la fe, más la sumisión total a la cautela de Dios, lo mantuvieron ocupado por el largo tiempo que él adivinó como la bendita tregua que su alma atormentada necesitaba.
Sin embargo, con el paso de los días, las semanas y los meses, fue sintiendo la angustiosa y firme certeza de que Dios no lo ayudaría a escapar tan fácilmente de la encerrona que le habían preparado los recuerdos.
Primero fue en los sueños y más tarde en la vigilia. Un día detrás de otro veía la figura desnuda del hermano danzando con gracia femenina ante su rostro contrito, lamiéndole el cuerpo y suplicándole que le ayudara a consumar aquel humano amor que le atrofiaba los sentidos.
Cuando menos lo esperaba el recuerdo del gemelo comenzó a perturbarlo de tal manera que ya no le cupo duda alguna: la nostalgia estaba a punto de echar por tierra el edificio de la auto inmolación que él se había propuesto con todas las fuerzas de su corazón.
A un año de estadía en el Seminario, supo que ni las salmodias, los romances, maitines y laúdes, lo salvarían de sí mismo, puesto que muy pronto la silueta del hermano logró corporeizarse en cada uno de los novicios que deambulaban por los pedregosos pasillos del lugar santo de acogida. Muy pronto su hermano comenzó a habitarlo, usando el tambor de sus latidos, el fuego de su respiración, el cauce de su sangre, los recovecos de sus pensamientos.
Llegó el momento en que el auto castigo y la flagelación se constituyeron en ejercicios inútiles y vacuos, y el hermano Narciso comenzó a asediar a los monjes en los pasillos, en el oratorio y en sus mismas celdas.
Era cuestión de tiempo; un día cualquiera sería sorprendido en sus afanes de seducción contra natura, o alguien lo denunciaría ante el Superior (como efectivamente ocurrió).
Él mismísimo Narciso selló su salida para siempre pese a sus ruegos y las abundantes lágrimas que derramó ante el sacerdote.
La última escena de esta breve historia nos muestra al joven Narciso bebiendo agua fresca de un arroyuelo, contemplándose una eternidad en las aguas cristalinas de la fuente, arreglándose el cabello, echándose al hombro su morral y emprendiendo el obligado camino a casa.
Su andar es lento, calculado, casi displicente. Se diría que sonríe: sabe que en casa lo espera la amada felicidad de la cual ha estado huyendo, sin saberlo.
SEGUNDO NACIMIENTO
La reina agita la cabeza desmesuradamente y llora con la vulgaridad fofa de cualquiera de sus vasallos.
En el hueco forzado de sus brazos descansa una niña: su segunda hija.
Tanto el rey como ella misma no la quieren. Es más, aborrecen este nacimiento con todo el afluente vertiginoso y caliente de su sangre azul.
Durante todos estos años han esperado la llegada del varoncito heredero.
El rompimiento marital es previsible, su expulsión del palacio es un secreto a gritos, sus horas como acompañante legal de su majestad, están contadas: por eso llora.
Su llanto -que no está segura si es real o una copia aventajada de los alaridos de los súbditos- ya no es el aviso obligatorio que le quite el sueño a alguna de las hadas del reino.
La soberana reconoce que el cielo ya se equivocó al enviarle la hija anterior, y por lo pronto no hay signos evidentes —ni certeros— de que no ocurra lo mismo con la pequeña princesa que yace acurrucada dentro de su moisés real.
Recuerda que los dones que ella exigió para su primera hija —la bella princesa que acaba de cumplir 20 años— no se cumplieron en lo absoluto.
La veinteañera no ha crecido como una casta y hermosa doncella de las que servían para ilustrar los cuentos para niños, sino como la reencarnación aventajada de una ninfomaníaca que aturde con sus cánticos y llamados lujuriosos a los pescadores, leñadores, obreros y hombres de labranza del reino, desde aquella primera y maravillosa vez -hace algo más de seis años- que emergió desnuda desde la oscuridad del bosque para bailar enloquecida sobre los pobres jergones de los vasallos, invitándolos a la fiesta eterna y sublime del fornicio.
La insaciable “princesita de los pobres”, como la llama todo el pueblo —y como ella misma se auto designa— hace gala de poder acostarse con todos los villanos que lo así lo deseen, sin más requisito que el deseo fresco, y sin más paga que la alegría verdadera.
Fiel a sus principios, la princesa no pernocta en palacio, maneja un lenguaje soez, desprecia profundamente a los cortesanos y suele pasear cada día por los caminos y rancheríos del reino, ataviada solamente por su desnudez deslumbrante.
La reina tiene motivos de sobra para llorar de la manera como lo hace, pues sabe que la noticia del nacimiento de la nueva princesa ha corrido como un reguero de pólvora por toda la comarca. Sabe también que los niños y los púberes del pueblo tienen motivos más que suficientes para celebrar jubilosos la buena nueva. Que agradecen al rey su magnanimidad, y a ella su real parición. Que alzan los brazos al cielo y se sientan a esperar.
Los años pasan raudos.