La habitación abierta
Tú eres mi tierra y mi naufragio eres,
Tú eres la numerosa arena entre mis dedos,
Tú eres mi noche y la gacela eres
Que se asoman las trémulas, tan lejos
A mirar con mis ojos el reflejo
De tanta estrella, la huella de sus ecos.
— Luis Oyarzún, Poemas
Roberto Bolaño,
In Memoriam.
Por un lado, que el Hotel se encontrara justo al frente de la Plaza de la Intendencia —donde se erguía el capitán Arturo Prat, condenado como estaba a mirar sempiternamente hacia los cerros del puerto—, era un problema; por el otro, esa misma ubicación representaba una ventaja. Como siempre, la irresolución trágica me perseguía como una especie de sino —valga la redundancia—, pero esta vez, paradójicamente, me estimulaba a llegar hasta el fondo del plan que me había trazado. Un plan que se había presentado de pronto, como una revelación o como un desafío (aunque, como todos sabemos, una revelación es siempre un desafío), y que de súbito pintaba al exilio como algo lleno de sentido y, más que nada, con un contenido irrebatible y multiplicador.
El comienzo del crimen había ocurrido precisamente en ese Hotel, suceso del cual me había enterado, como de tantas cosas, por algún llamado telefónico registrado en el respondedor de mi departamento barcelonés: “Víctor, llámame apenas llegues, es importante”, “Víctor, Amanda fue asesinada y desapareció”, “Víctor, el cuerpo de Amanda fue hecho desaparecer del Hotel porteño donde fue encontrado”. Cosas así. Y la obsesión que siguió a ese crimen fue el emblema, si se quiere, de la segunda mitad de ese exilio que, comprobaría más tarde, no terminaría jamás.
Amanda había insistido en regresar a Chile, clandestinamente. Había seguido el llamado de algunos de “regresar a integrarse a la lucha contra la dictadura” y el lugar que le fue asignado poco antes de morir, luego de una larga estadía en el norte del país, había sido el puerto de Valparaíso, con las ramificaciones propias hacia los puertos de San Antonio y de Quintero donde algunos compañeros habían formado células integradas a las organizaciones de los pesqueros y de los trabajadores portuarios. No tenía mucha experiencia en la lucha clandestina, más bien no tenía ninguna, pues salvo una militancia entusiasta en las juventudes socialistas durante la época de la Unidad Popular, nunca se había encontrado en una situación extrema como era el Chile de comienzos de los ochenta. Pero partió a pesar de mis ruegos y al de algunos de nuestros amigos. Dos años después nos enteramos de su desaparición, bajo las extrañas circunstancias que paso a narrar a continuación.
Con Amanda nos habíamos enamorado a finales del setenta y dos cuando ambos asistíamos, en Santiago, a un taller de poesía impartido por el poeta Enrique Lihn. La selección había sido más que rigurosa en ese taller al alero de la Universidad y de la palabra siempre novedosa y analítica del poeta. Como era de rigor, al finalizar las sesiones nos íbamos a conversar, alrededor de una botella, en los desaparecidos Il Bosco o Black & White, junto a otros poetas en ciernes de los que después nunca más supe, aparte de uno o dos que desarrollaron el oficio con mayor o menor éxito. Y, comentábamos, el verdadero lugar de incubación poética era en esos bares, más que entre los muros de la sala donde Lihn nos hablaba de Rimbaud, del estructuralismo, de Lautremont, de la divina Lutecia o de los beatniks norteamericanos, porque allí liberábamos las fuerzas del delirio y de la especulación con el desenfado otorgado por la juventud y por las copas de vino, de gin con gin o de piscola.
Amanda se había transformado en nuestra musa. Tenía los ojos soñadores (metáfora pobre pero eficaz) y una risa cantarina que le bailaba entre sus cabellos castaños y abundantes. Pero el único que se atrevió a leerle un poema dedicado a ella (en medio del bullicio de la bohemia y de la atención crítica del resto de los poetas), fui yo. El poema —que ella siempre guardó entre sus papeles— era naturalmente ingenuo y torpe, pero tenía la fuerza del amor adolescente y ella siempre se negó a deshacerse de él, a pesar de mis protestas posteriores, cuando yo ya redactaba, en la Universidad Autónoma de Barcelona, mi memoria de magíster sobre la relación entre la poesía de Trakl y Essenin con la poesía de Jorge Teillier, y mi espíritu crítico y autocrítico se había desarrollado de manera desmesurada.
Nos transformamos, en medio de los descabellados sueños de ese entonces, en una pareja de poetas. Yo le llevaba dos años y, a pesar de eso o por eso mismo, me negaba tajantemente a militar, como lo hacía ella, en algún partido, aunque mis simpatías estaban con el gobierno de Allende. Marchábamos juntos en las manifestaciones y organizábamos actos poéticos populares en las poblaciones periféricas de Santiago o en los cerros de Valparaíso, donde pensamos alguna vez instalarnos definitivamente. Con seguridad no habríamos pasado del setenta y cuatro sin haberlo hecho, y fue tal vez esa intención la que nos determinó, al año siguiente del golpe militar, a partir al exilio rumbo a Barcelona, puerto en el que Amanda había vivido entre los seis y los doce años por una misión diplomática de su padre. Experiencia que, además, le había hecho conservar un ligero seseo muy catalán en su manera de hablar (y que fue uno de los argumentos que yo había esgrimido para tratar de convencerla que no regresara a Chile, porque su clandestinidad sería fácilmente sospechosa).
Efectivamente, el once de septiembre nos sorprendió en Valparaíso y terminamos ambos en uno de los buques de la Armada que sirvieron de calabozo para estudiantes, trabajadores y partidarios del gobierno popular. Por gestiones de un tío que trabajaba como abogado de la Armada pudimos ser liberados una semana después, tiempo suficiente para darnos cuenta de que el horror se había instalado en nuestro país por muchos años, y tiempo más que suficiente para tener como el esbozo de una iluminación: ya nada sería como antes porque el lugar donde primero comenzó el movimiento de tropas y la represión más atroz era en nuestro querido puerto de Valparaíso.
El año siguiente seguimos estudiando en Santiago en lo que quedaba de la Universidad (ya vivíamos juntos en una cabañita al fondo del patio que los padres de Amanda tenían en su casa) y, como una manera de resistir espiritualmente, volvimos a asistir al taller del poeta Enrique Lihn. Pero las cosas se nos presentaron cada vez más duras y llegó un momento en que, aconsejados por nuestros respectivos padres (los míos habían debido partir algunos meses antes hacia Venezuela), decidimos embarcarnos hacia Barcelona. Y aunque un poco antes del regreso a Chile de Amanda habíamos decidido separarnos a pesar de los esfuerzos desesperados por parte de ambos de mantener a flote nuestra relación, igual continuamos viéndonos, tratando de seguir con la confianza mutua. Dicha confianza es la que llevó a Amanda a contarme sobre su decisión de regresar a Chile a integrarse a una lucha que, al menos yo, presa como siempre de mi desconfianza y pesimismo histórico congénito, consideraba más que inútil, suicida. Por supuesto, ninguno de mis argumentos tuvo el peso suficiente para hacerla desistir y, finalmente, un gris día de noviembre de 1980 la fui a despedir al aeropuerto de Barcelona, con el estómago anudado por la pena y más que nada por la sensación angustiosa de que nunca más la volvería a ver. De hecho, el avión la llevaba a Nicaragua, desde donde la harían llegar a Chile, por quién sabe qué redes y circuitos clandestinos. Tal vez a Amanda esa peligrosa condición clandestina la hacía renacer, pero a mí había terminado por derrumbarme.
Nada supe de ella hasta un año después, por intermedio de un amigo que me llevó una carta y ahí me enteré de que estaba trabajando en algún lugar del país del cual nada podía decirme, salvo de que estaba bien y que confiaba totalmente en el pronto derrocamiento de la dictadura. Y después, fueron los mensajes en mi respondedor y el enigma de su desaparición. Se supo que le había sido asignada una misión en Valparaíso, que se había alojado en un Hotel frente a la Plaza de la Intendencia registrándose como turista española, que una mañana la dueña del Hotel la había encontrado degollada en el piso de su habitación, que al llegar la policía misteriosamente el cuerpo ya no estaba como tampoco había huellas de sangre y que Amanda había pasado a engrosar la lista de desaparecidos porque los servicios represivos de la dictadura negaban cualquier relación con su supuesta muerte y posterior desaparición. Es más, no había, salvo el testimonio de la anciana del Hotel, ninguna prueba de que en realidad hubiese muerto asesinada.
Al volver la democracia, decidí regresar a Chile, cuestión que hice definitivamente siete años después, específicamente a Valparaíso y directamente al Hotel donde había ocurrido todo, para dilucidar por mi cuenta los misterios del asesinato y desaparición de Amanda, puesto que aquello se había transformado en una obsesión en aumento con el correr de los años. Pero antes de instalarme en el Hotel en cuestión hice algunas gestiones con la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, con la esperanza que me dieran algunas luces sobre el caso. El padre de Amanda había muerto y su madre había terminado enfermando gravemente de tanto remover cielo y tierra para saber por el destino de su hija, de manera que por ese lado poco era lo que podía averiguar. Pero tampoco pude saber demasiado por el lado de la Agrupación, salvo, claro está, la confirmación de que efectivamente se había registrado en el Hotel con nombre falso, que antiguos compañeros de clandestinidad habían sabido de su misión concerniente en la organización de un paro nacional de los portuarios y de los misterios de su desaparición. La anciana dueña del Hotel, que había descubierto el cadáver, había fallecido poco después del extraño suceso y actualmente quien conducía los destinos del negocio era su sobrina.
Decidí, entonces, y una vez instalado en el Hotel porteño, otorgarme la asesoría del poeta Juan Cameron quien, por haber vivido en Suecia y por su particular condición de porteño irredimible, me sería absolutamente esencial, aparte que había conocido a Amanda personalmente, cuando ella pululaba también por entre los grupos de poetas jóvenes de los setenta y sospecho que secretamente le había sido fuente de inspiración. Había pensado, también, en pedir la asesoría del escritor Cristián Vila Riquelme quien, alguna vez en el exilio, me había expuesto sus teorías al respecto, pero Cameron me hizo desistir con el argumento de que Vila, siempre delirante, estaba ocupadísimo en su casa de Caleta Horcón escribiendo un texto sobre un hotel de Valparaíso y además se negaría porque consideraba que todos los poetas, los escritores y los artistas en general eran bufones del rey, condición más que sospechosa, para él, como para participar en una tarea como la que yo proponía. Le hablaría más adelante, pensé, a pesar de los resquemores de Cameron. Después de todo era un viejo amigo.
El antiguo Hotel se mantenía como un emblema de la resistencia a un progreso que se había revelado como borrador de identidades y de pertenencias. Tenía la vieja arquitectura característica del puerto y esa magia que da el deterioro y la porfía. La entrada al Hotel se encontraba a la izquierda del primer piso del edificio, pues el resto estaba ocupado por pequeños negocios de abarrotes, y consistía de una estrecha Planta Baja que contaba con una pequeña recepción a la izquierda y bajo la escalera que llevaba a la Planta Alta, que contaba con dos pisos más. Al fondo del delgado y poco iluminado pasillo se llegaba a una salita donde funcionaba el comedor y, por cierto, imagino, la cocina, amén de las habitaciones de la dueña y de la servidumbre. Mi habitación quedaba en el tercer piso, y si uno seguía hasta el fondo de ese pasillo también mal iluminado por una ampolleta sucia y restallante, se encontraba con una puerta, medio desvencijada, que daba a la única escalera para incendios del Hotel, la cual, curiosamente, no llegaba a ninguna parte. Un muro revestido con un papel mural lleno de manchas de humedad y que, seguramente, alguna vez había tenido colores vivos, cerraba el paso hacia la salvación de las llamas. Pero aunque era evidente que dicho muro había sido construido después de la escalera para incendios, ¿por qué ésta seguía allí, como un mudo testigo de una infracción reiterada? ¿Las sucesivas fiscalizaciones no habían reparado en ese detalle, si es que se lo puede llamar así? Para no despertar suspicacias no pregunté ni comenté nada sobre el caso de Amanda, que a esas alturas ya formaba parte de las leyendas o de los enigmas del puerto. Sólo al registrarme insistí, sutilmente, claro, para que me fuera asignada la habitación donde había estado y sido asesinada mi bienamada, de la cual había averiguado gracias a mi tocayo Víctor Rojas que alguna vez siguió el caso con interés de arqueólogo y que, curiosamente, andaba recogiendo información sobre los hoteles del puerto para no sé qué proyecto del cual participaba también Cristián Vila Riquelme. El único detalle que pudo perturbarme y casi me hizo perder la compostura fue la mirada inquisidora de la dueña cuando insistí en el número de la habitación. “Es una vieja superstición cuando alquilo una habitación en algún puerto”, le dije, “me trae buena suerte”.
Los primeros días con parte de sus noches deambulé por Valparaíso, presa de nostalgias e interrogantes infinitas, y traté de reconstruir ese puerto destruido por los avatares de la historia y de la modernidad recorriendo los cerros que habíamos caminado junto a Amanda, entrecerrando los ojos en las plazas donde habíamos montado los actos poéticos populares, entrando en las viejas botillerías sobrevivientes nada más que para respirar ese perfume marchito a corcho y a cerveza. Algunas veces almorcé en el Café Riquet, cené en el Cinzano, me tomé unas copas en el Bar Inglés y Cameron, siempre leal, fue mi compañero de correrías y mi interlocutor privilegiado, conversando animadamente cuando nos topábamos con algún otro amigo como Álvaro Bisama, con quien nos topamos cuando salió corriendo de una panadería seguido por un loco con una navaja, o Marcelo Novoa, todos, curiosamente, embarcados en un proyecto sobre los hoteles del puerto. Al regresar al Hotel me tendía en mi cama, jugando a hacer volutas de humo de mi cigarrillo y mirando un punto fijo en el techo de la habitación.
A la quinta noche, me había quedado dormido con sobresaltos, como ya era natural y de pronto desperté bañado en sudor con la voz de Amanda todavía resonándome en los oídos: “ayúdame, ayúdame, por favor, date prisa”. Como la única ventana daba a una especie de patio interior, oscuro y maloliente, me lavé la cara, me puse la bata y decidí salir a respirar al pasillo. El piso crujía débilmente cada vez que daba un paso y temí despertar a los otros inquilinos. Y por primera vez pensé en la posibilidad de una azotea, pero ¿cómo llegar a ella si la escalera para incendios terminaba en ese muro hechizo e inexplicable? Volví a mi habitación y decidí vestirme para investigar el misterio. Cuando me disponía a cerrar el closet, luego de sacar camisa y pantalones, reparé en una extraña hendidura en la pared interior. Como ya todo era curioso en ese Hotel demente, iluminé con el encendedor y pude comprobar que, otra vez, un papel mural disimulaba otra cosa: al parecer una puerta, según palparon mis manos. Entonces me vestí, decidido a poner en práctica una acción descabellada. Abrí la única ventana y me deslicé hacia fuera, tratando de subir hacia donde, en principio, debía estar la clausurada azotea. Tuve la suerte que la muralla tenía algunos salientes, aparte de aquellos naturales producidos por las ventanas de las habitaciones y pronto me encontré sobre los techos del Hotel donde, efectivamente, había una azotea abandonada. Y antes de seguir mi investigación aproveché de respirar profundamente el aire marino y nocturno de Valparaíso, mientras contemplaba el reguero de luces de la unánime bahía porteña. Un nudo en la garganta me hizo sollozar no sé si de emoción, de impotencia o de años de exilio, pero tuve que sentarme en uno de los bordes.
Momentos más tarde descubría la antigua salida de la escalera para incendios. Entré en ella y comprobé que poco más allá había sido revestida con una mezcla de cemento y madera, y que a un costado había una estrecha escalerilla. La suerte ya estaba echada, de manera que me arriesgué a bajar por esa oscuridad absoluta, palpando el contorno con las manos y llegando finalmente a una puerta que, después de un arduo trabajo, logré abrir violentamente. Mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme al interior del closet de mi habitación. Y volví a escuchar la voz inexorable de Amanda: “ayúdame, ayúdame, por favor, date prisa”. Entonces recordé el análisis de Vila, esa vez en que en medio del exilio nos habíamos encontrado en un café de Barcelona, ubicado en la Plaza Real: “estoy seguro de que el cuerpo de Amanda jamás salió de ese Hotel”, me había dicho, “no me preguntes por qué estoy tan seguro, porque es una simple corazonada, ya que los asesinos perfectamente podían haberla trasladado a otro lugar sin problemas, siendo como eran agentes de la dictadura, pero la misma muerte de la dueña del Hotel, tan oportuna, me da pábulo para pensar en eso”.
Volví a subir por esa escalerilla anexa y me concentré en la clausura de la antigua salida, pero estaba demasiado bien hecha y sin herramientas adecuadas sería imposible romperla. Regresé a mi habitación y esperé impacientemente que amaneciera para salir a comprar un combo y un cincel. Estaba decidido. No saldría de allí sin saber qué ocultaba esa clausura.
Cuando puse manos a la obra me di cuenta de que la tarea era más difícil de lo que imaginaba, entonces tuve una súbita iluminación. A estas alturas ya nada me importaba que no fuera el saber qué había ocurrido, aunque ese saber me fulminara para siempre, por eso decidí concentrarme en el muro a todas luces hechizo que cerraba el paso de la escalera para incendios. Comencé a picar furiosamente en los muros húmedos, luego de sacar el viejo y manchado papel mural. La dueña del Hotel, que había sido alertada por la mucama, seguía gritando y amenazándome con llamar a los carabineros si no me detenía de inmediato en ese furor destructivo, algunos pasajeros habían acudido al oír los martillazos y los gritos de la mujer, pero yo continuaba alejado ya completamente de la realidad circundante, sólo me interesaba llegar al final de mis obsesiones. A medida que picaba oía más nítidamente la voz de Amanda, “ayúdame, ayúdame, por favor, date prisa”, y estaba seguro de que lo que hacía era lo único posible en esas circunstancias. Aunque no hubiera nada más que un muro de ladrillos o el vacío detrás de ese muro inexplicable justo al final de la escalera para incendios.
La mucama había abrazado a la ya anciana sobrina de la antigua dueña cuando una parte de la cubierta de yeso se vino al suelo con un ruido sordo y seco descubriendo una puerta ennegrecida por el moho y la demencia. Como no podía abrirse de manera normal, ya que estaba como clausurada, la destrocé a martillazos arrancando los pedazos con las manos sin importarme los cortes y rasguñaduras que me las habían teñido de sangre.
La débil luz de la ampolleta del pasillo alcanzó a iluminar el cadáver intacto de Amanda, igualmente bella, con los ojos desmesuradamente abiertos de quien pide auxilio sin más resultado que el persistente y pesado silencio de años de oscuridad y de enigmas, por cierto, inexplicables.
Bergantín del Irredento, Horcón, mayo 2004