Viaje de regreso a la semilla:
Negación e idealización de lo tradicional en La ciudad de los prodigios
La dinámica de cualquier ciudad no puede entenderse sin las interrelaciones humanas que ocurren dentro de ella, así como tampoco sin tener en cuenta las relaciones –problemáticas las más de las veces– que se dan entre la ciudad, símbolo del progreso y de la modernidad, y el campo, comúnmente asociado a lo tradicional. Tampoco, si hablamos del estudio de las novelas urbanas modernas, puede intentarse aprehender cuán vasta y decisiva puede llegar a ser la influencia que ejerce la ciudad en las acciones de la narración, si no se está al tanto de las implicaciones que la coyuntura histórica en que sucede el relato tiene sobre los hechos narrados. A decir de Hana Wirth-Nesher “[…] the urban setting is the locus for the tensions and contradictions in the novel and in the historical moment, both inscribed into the cityscape” (3).
Es bajo esta constante tensión que se inscribe La ciudad de los prodigios, novela del escritor catalán Eduardo Mendoza. Y es también teniendo en cuenta esta tensión como me propongo en las siguientes páginas, haciendo hincapié en el análisis de la Modernidad como portadora de un doble signo, mostrar la manera como nuestro protagonista pasará de, en una primera instancia, negar a Bassora, su pueblo de origen, y estar lleno de esperanzas respecto del futuro promisorio que la Modernidad puede ofrecerle; hasta, en una segunda etapa, desarrollar una conciencia de que la ciudad lo ha infectado y la consecuente y tardía idealización de su pueblo de origen.
Es importante tener en cuenta que la representación de una ciudad depende de la posición social y cultural del sujeto que la representa (Wirth-Nesher 7). De este modo, resulta necesario observar previamente la genealogía que establece Onofre Bouvila, pues es sobre todo a través de él como nos acercaremos a Barcelona y a los cambios que en ella suceden desde las primeras líneas del relato. Bouvila proviene del campo, de la ciudad de Bassora. Se trata de un campo pauperizado, que forma parte de “[…] la Cataluña agreste, sombría y brutal que se extiende al sudoeste de la cordillera pirenaica […]” (Mendoza 20-21). Sobre su familia se sabe poco. De hecho, principalmente sobre su padre, Joan Bouvila, se tejen una serie de rumores que vuelven, de alguna manera, ilegítimo el origen de Onofre Bouvila [1]. Joan, al igual que Onofre, tuvo que migrar para buscar un mejor futuro económico. Si Onofre migra a Barcelona, Joan, en cambio, habría migrado a Cuba, desde donde perdería contacto con su familia. Debido a esto, y a los múltiples rumores de que Joan Bouvila ha hecho fortuna en tierras caribeñas, descuidando, a pesar de esto, el bienestar de su familia, en Onofre Bouvila empezará a gestarse un enorme resentimiento hacia su padre, y por extensión simbólica hacia el campo, que irá creciendo a lo largo del relato.
A su vez, nuestro protagonista “siempre había vivido en el campo y sólo había visitado una vez una población importante” (25). De manera que su conocimiento de la ciudad es vago y está formado sobre la base de prejuicios y de comentarios escuchados a través de otras personas. Siguiendo esta línea, por ejemplo, uno de los pocos consejos que había recibido antes de migrar provenía de su padre, quien le previene de la dinámica que podría encontrar en la ciudad: “No te fíes nunca de la gente de la ciudad, Onofre, hijo […]” (107). Y será así cómo, con un conocimiento previo de la ciudad prácticamente inexistente, Onofre Bouvila llegará a Barcelona un “[…] año en que […] la ciudad estaba en plena fiebre de renovación” (15). Esto es, a una Barcelona en donde la Modernidad, como explicaré algunas líneas más adelante, está en pleno proceso de asentamiento. Novato en asuntos urbanos, durante la primera conversación que sostiene con don Braulio, dueño de la pensión donde residirá una breve temporada, y sintiendo la carga de su pasado, Bouvila se encontrará con el primer signo urbano, cuando don Braulio prefiera dejar de hacer preguntas sobre su pasado, hecho que evoca la idea de que en las sociedades modernas, urbanas, las relaciones sociales son de tipo económico, dejando atrás las relaciones solidarias: “Onofre Bouvila le agradeció en su fuero interno esta indiferencia. Su origen le resultaba vergonzoso y por nada del mundo habría querido revelar la razón que le había impulsado a dejarlo todo, a venir a Barcelona desesperadamente” (20). Escena esta que resulta reveladora para entender el proceso de adaptación de nuestro protagonista a la ciudad, pues, de hecho, se deja sentir en Bouvila que, de haber estado en su Bassora natal, en donde, como sociedad tradicional, las relaciones de tipo solidario suelen ser la norma, éste habría tenido que contar detalladamente los sucesos que le llevaron a Barcelona.
Son varios los autores que han estudiado las diferencias entre las sociedades tradicionales y las modernas. Para los fines de este trabajo, me gustaría centrarme en algunos de los principales postulados de dos de ellos: George Simmel y Raymond Williams. El primero propone que, en las sociedades tradicionales, las relaciones sociales están basadas en el conocimiento cara a cara de los habitantes de la comunidad, en la solidaridad, en las emociones y en la confianza (325-326); en las modernas, en cambio, se propone el asentamiento de una economía basada en el dinero (326), en las relaciones de tipo económico, en el cosmopolitismo (334), y, entre sus individuos, en un tipo de mentalidad más calculadora y en el anonimato dentro de la multitud propia de las grandes ciudades (327). Por su parte, Raymond Williams, compartiendo algunas de las características propuestas por Simmel, señalará las que a su juicio pueden ser consideradas las características centrales de las sociedades modernas: a saber, es un espacio en donde se da una gran conglomeración de extraños (15), que trae como consecuencia un individuo solitario y aislado dentro de la multitud (16), que, a su vez, como resultado de la interacción en el interior de una gran masa de población, siente a la ciudad como una materia impenetrable (17). Vistas así las cosas, uno podría pensar que la adaptación de Onofre Bouvila a la ciudad de Barcelona fue harto dolorosa y complicada, como de hecho lo fue. Sin embargo, si bien es cierto que la ciudad ofrece una sensación de desaprensión, en un universo que parece estar lleno de múltiples posibilidades, en donde los habitantes deben ingeniárselas para sobrellevar la sensación de enajenamiento –de discontinuidad y disociación más que de comunidad, en palabras de Pike (72)– y para buscar posibilidades de acceso a un territorio que, por ajeno, puede resultar peligroso –un “phantasmagoric place”, según Anthony Giddens (qtd. in Lemert 478)–; también es cierto que “the city dweller learns to contend with the sensation of partial exclusion, of being an outsider, by mental reconstruction of areas to which he or she no longer has access, and also by inventing worlds to replace those that are inaccessible" (Wirth-Nesher 9). Podríamos decir entonces que nada es sólo blanco o negro, sino que también hay matices que vuelven mucho más compleja cualquier realidad social. Williams, a su manera, lo notará cuando, tras haber descrito la soledad y aislamiento propios del individuo de las ciudades modernas, proponga que, sin embargo, en este espacio que pareciera ser de constante enajenamiento, también ocurren nuevos tipos de solidaridad humana (18).
Es así como, en el afán del protagonista de nuestra novela por hallar mundos que le otorguen seguridad, Onofre Bouvila la encontrará rápidamente en la pensión, cuando, ya en su habitación, nos diga: “Es mi cuarto, pensaba con un asomo de emoción, se puede decir que ya soy un hombre de ciudad: un verdadero barcelonés” (25). Esto es, que no obstante los prejuicios y el temor que por la ciudad puede sentir nuestro protagonista antes de llegar a Barcelona, le es posible hallar al menos un espacio, dentro de la enorme y desconocida jungla de cemento, donde sentirse cómodo y seguro. En palabras de Giddens: “Many aspects of life in local contexts continue to have a familiarity and ease to them, grounded in the day-to-day routines individuals follow” (qtd. in Lemert 478). Así, Bouvila habrá, a pocos días de haber llegado a Barcelona, hallado un lugar al que siente como uno familiar, a partir del cual poderse empezar a sentir como un habitante de la ciudad, como una persona que puede ser capaz de sentirse cómoda en la urbe.
Siguiendo a Wirth-Nesher, proponía líneas arriba que para el estudio de las novelas urbanas modernas es necesario tener en cuenta el contexto histórico en que se desarrollan las acciones. En el caso de La ciudad de los prodigios éstas ocurren entre 1888 y 1929, años en que se llevan a cabo las Exposiciones Universales, y que, además, adquieren importancia superlativa en nuestra novela, no sólo por la manera cómo influyen en el urbanismo de la ciudad [2], sino también porque a la larga ambas Exposiciones representarán, la primera, el surgimiento de Onofre Bouvila, aún lleno de esperanza por las posibilidades que la ciudad puede ofrecerle; y, la de 1929, su propia partida, desencantada, hacia un destino desconocido.
Pero, aunque personaje de la ficción, Onofre Bouvila no fue el único que migraría a la ciudad cargado de esperanzas. De hecho, es importante incluirlo dentro de un universo mayor, que por aquellos años correría desesperado a las ciudades con la ilusión de alcanzar un mejor futuro. Así, no debemos olvidar que por aquellos años ha habido una “[…] population explosion that threatens to outstrip food production in many countries” (qtd in Weiner 19). Además, éste éxodo del campo a la ciudad, propio del proceso modernizador, lograría que “The last few decades (el autor se refiere aquí a las primeras décadas del siglo XX) have witnessed a more rapid pace of both modernization and urbanization than had ever been experienced before” (qtd in Weiner 123). Y, en este proceso modernizante, la ciudad de Barcelona no sería la excepción.
Ya desde la década de 1880, “[…] the first major wave of migrant workers hailed from provincial Catalonia and neighbouring Aragón and Valencia, but by the 1920s, in what was then the biggest wave of inmigration in the city´s history, an army of landless labourers arrived from Murcia and Andalusia” (Ealham 5). Y si algo en común tienen estos migrantes no sólo es el hecho de que desempeñaran los menos importantes y peor remunerados oficios disponibles, sino que, sobre todo, compartieran “[…] the belief that Barcelona offered a posibble scape from the structural unenmployment of a subsistence agricultural system […]” (Ealham 5).
Este crecimiento demográfico, consecuencia de la pauperización del campo y de la idealización de la ciudad, está claramente representado en nuestra novela:
Ahora, sin embargo, la propia Bassora le parecía algo insignificante cuando la comparaba mentalmente con aquella Barcelona a la que acababa de llegar y de la que aún no sabía nada. Esta actitud, en muchos sentidos ingenua, no estaba totalmente injustificada: conforme al censo de 1887, lo que hoy llamamos el «área metropolitana», es decir, la ciudad y sus agrupaciones limítrofes, contaba con 416.000 habitantes, y este número iba en aumento a un ritmo de 12.000 almas por año (26) [3].
A su vez, el registro de las consecuencias que estas grandes olas migratorias tuvieron en el planeamiento urbano de la capital catalana también quedará patente en el relato:
Ahora Barcelona, como la hembra de una especie rara que acaba de parir una camada numerosa, yacía exangüe y desventrada; de las grietas manaban flujos pestilentes, efluvios apestosos hacían irrespirable el aire en las calles y las viviendas (27).
Sin embargo, el registro de estos cambios no se llevará a cabo de manera unidimensional. En La ciudad de los prodigios, mayoritariamente a través de la voz de Onofre Bouvila, la representación de estas alteraciones se manifestará desde una doble perspectiva: por un lado, con la idea de que la Modernidad sería un manantial de donde únicamente emanaba el progreso, y, por el otro, con la idea de que la Modernidad también produjo destrucción y desorden (qtd. in Gutiérrez Girardot 66). Además, dentro de este doble signo de la Modernidad, nuestro protagonista, como señalamos líneas arriba al referirnos a su genealogía, se referirá constantemente a la ciudad en relación con el campo que lo vio nacer. Así, si antes de llegar a Barcelona Onofre Bouvila no tenía los elementos necesarios para juzgar las dimensiones de su campo natal, ahora que conoce la ciudad y su inmensa extensión, vemos cómo su perspectiva de Bassora ha cambiado hasta parecerle insignificante. Y, con esta actualización de su juicio, nuestro protagonista también habría empezado con su adaptación a la ciudad, y, por extensión, con su negación del campo, de lo tradicional.
No debemos pensar, sin embargo, que nuestro protagonista es consciente de este doble signo de la Modernidad inmediatamente llegado a Barcelona. Esta conciencia, en cambio, se irá desarrollando a lo largo del relato. Esto es, si bien Onofre Bouvila es rápidamente consciente de la magnitud de los cambios que se están gestando y de la manera cómo, a los migrantes como él, le aguardan días complicados –“Había visto llegar a mucha gente en las mismas condiciones: la ciudad no cesaba de crecer. Uno más, pensó, una sardina diminuta que la ballena se tragará sin darse cuenta” (20)–, todavía está embelesado por las oportunidades que la ciudad guarda para él –“Aún estaba bajo el influjo de la novedad; sentía como todos los recién llegados la fascinación de la gran ciudad” (25). Bouvila ve, entonces, dos caras de la misma moneda, pero dos caras diferentes entre sí: el bienestar y el malestar propios de la llegada de la Modernidad.
Esta esperanza sobre el futuro no será exclusiva de los migrantes recientes como Onofre Bouvila. De hecho, en las primeras páginas de la novela, hay un diálogo revelador respecto de la supuesta esperanza que la Modernidad trae consigo. Es don Braulio quien le dice a nuestro protagonista que:
—En Barcelona sobran las oportunidades para quien tiene imaginación y ganas de aprovecharlas […], y usted parece honrado, despierto y trabajador. No me cabe duda de que pronto resolverá su situación en forma altamente satisfactoria. Piense, joven, que no ha habido en la historia de la humanidad época como ésta: la electricidad, la telefonía, el submarino… ¿hace falta que siga enumerando portentos? (27).
Época como ninguna otra. La llegada de los avances tecnológicos impregna la atmósfera de optimismo. Don Braulio, viejo residente de Barcelona, indica a Onofre Bouvila que aquella es una época en donde todo es posible, y en donde, con honradez y trabajo, se puede lograr cumplir las metas propuestas. Sin embargo, también es dable acercarse a este fragmento como a uno lleno de ironía. Es decir, las palabras de don Braulio también pueden ser leídas como las de alguien que ya es consciente de que la Modernidad conlleva un doble signo: el del progreso y el de la destrucción. Y, además, como si fueran las palabras de quien ya sabe que a nuestro protagonista le aguarda un futuro complicado. De hecho, el día inmediatamente posterior, cuando Onofre sale de la pensión a buscar trabajo, éste se encontrará con un terreno harto más complicado que el que los esperanzados proponen: “A pesar de lo que el señor Braulio había dicho la noche antes, cuando Onofre Bouvila se echó a la calle en busca de un empleo que le permitiera ganarse la vida, Barcelona atravesaba desde hacía varios años una de estas fases de recesión” (29). Y esta búsqueda fallida de un empleo por parte de nuestro protagonista tendrá una doble consecuencia: por un lado, hará que su concepción sobre la ciudad, y sobre las esperanzas de progreso asociadas a ella, cambie radicalmente; y, por el otro, determinará su futuro.
Pero antes de explicar este doble alcance, no debemos suponer que Onofre Bouvila no fue perseverante en su búsqueda de empleo. De hecho, nos dice el narrador que: “Siguiendo los consejos del barbero, al día siguiente visitó el Borne […]. La visita, sin embargo, resultó estéril; lo mismo sucedió con las que fue haciendo luego. Así pasaron las horas y los días: siempre sin resultados tangibles ni esperanza de obtenerlo” (32). Y “en este peregrinaje [en que] no dejó puerta por llamar” (32) se encontró con que “En la mayoría de sitios donde probó no había trabajo; en otros exigían experiencia” (32). De manera que queda patente cómo la realidad estaba alejada de lo que los más entusiastas respecto de las bondades de la Modernidad pensaban. Y es así como esta búsqueda fallida tendrá como consecuencia el cambio de opinión de Onofre Bouvila respecto de la urbe. Si antes estaba lleno de esperanza, ahora empezará a notar la andanada de problemas asociada a la Modernidad:
Por todas partes vio miseria y enfermedades. Había barrios enteros aquejados de tifus, viruela, erisipela o escarlatina. Encontró casos de clorosis, cianosis, gota serena, necrosis, tétanos, perlesía, aflujo, epilepsia y garrotillo. La desnutrición y el raquitismo se cebaban en los niños; la tuberculosis en los adultos; la sífilis en todos (33).
Así, ya con una opinión diferente, este choque con la realidad que no le permitió conseguir un oficio honesto, determinará el futuro de nuestro protagonista, sobre todo a partir del momento en que Delfina lo introduzca en la causa del anarquismo con las siguientes palabras: “Puedes contribuir a la causa y de paso ganar algún dinero; no mucho, somos muy pobres: lo justo para que puedas ir pagando la pensión” (44). De forma que, desesperado por la falta de dinero, Onofre aceptará el encargo de repartir volantes pro anárquicos entre los obreros que trabajan levantando el recinto donde se llevará a cabo la primera Exposición Universal, y, con esta tarea, nuestro protagonista habrá ingresado también al amplio espectro de trabajos fuera de la ley que tendrá a lo largo de su vida. Trabajos que ayudarán a la conformación de la enorme riqueza que acumulará a lo largo de cuatro décadas, que es, a su vez, lo que nuestro protagonista, como él mismo manifestará, deseará sin importarle los medios:
El fasto deslumbró a Onofre: las sedas, muselinas y terciopelos, las capas cubiertas de lentejuelas, las joyas, el petardeo incesante de las botellas de champaña, el ir y venir de los criados y el murmullo continuo que emiten los ricos cuando son muchos le encantaron. Esto es lo que yo quiero ser, se dijo, aunque para conseguirlo tenga que aguantar esta música insípida que no se acaba nunca (138).
Esta serie de oficios de continuará con la red de ladronzuelos que monta alrededor de la Exposición Universal hasta conseguir trabajo de la mano de don Humbert Figa i Morera, y ser introducido, de esta manera, en el mundo del hampa. De allí en más, en lugar de decrecer, debido a que nuestro protagonista empezará a acumular fortuna, el desencanto de Onofre Bouvila con respecto de la ciudad irá en aumento.
¿Podemos considerar entonces que hay una incongruencia en Onofre Bouvila? Es decir, si nuestro protagonista nos dice que para alcanzar la riqueza está dispuesto a todo, ¿no debería, ahora que el dinero está de su lado, sentirse cada vez más encantado con la ciudad? Sucederá todo lo contrario. Ahora que Onofre no sólo ha alcanzado seguridad económica –“[…] ahora se veía libre de estrecheces económicas, había salido del mundo sórdido de la pensión […]” (184)–, sino cuando además ha alcanzado reconocimiento social –“[…] sin él quererlo todos reconocían instintivamente sus cualidades innatas de líder” (182)–, nuestro protagonista se dará cuenta de que en el mundo del hampa “[se vive] de prestado: la sociedad los toleraba porque le resultaban de utilidad o porque le parecía demasiado costoso eliminarlos definitivamente […]” (184). Este giro en Onofre se deberá al recuerdo de su padre en su memoria:
Creía odiarlo por haber traicionado las fantasías que había alimentado mientras él estaba ausente, por haber incumplido unas expectativas que sólo habían existido en su imaginación, pero a las que se había considerado en todo momento con derecho. Ahora acusaba a su padre de haberle usurpado un derecho natural. Por eso creía haber huido de su lado. En realidad fue él quien me obligó a venir aquí, él es el responsable verdadero de todo lo que yo pueda hacer, pensaba (183).
Al culpar a su padre por su migración a Barcelona y por ser el verdadero causante de todas sus acciones, inclusive de las ilícitas, Onofre Bouvila también habrá empezado a relativizar la relación entre campo y ciudad. Además, temiendo una predeterminación respecto de su futuro, Onofre empezará a ser consciente de que su vida necesita un cambio de rumbo: “Tengo que llegar a más, se decía, no me puedo quedar aquí. Si no hago algo pronto, mi vida está sellada, pensaba, y mi destino será convertirme en un hampón más” (184). Pero a esas alturas, cuando nuestro protagonista ya está tan involucrado en el mundo oculto fuera de los parámetros de la ley, éste será consciente de lo complicado que puede resultar reencauzar su vida: “Luego sin embargo le faltaba la voluntad necesaria para abandonar aquella cofradía alegre de fanfarrones y zorras […]. Así iba postergando de día en día la decisión de cambiar radicalmente los patrones de su existencia” (184-185). Y, ya que debido a las circunstancias en que ha vivido desde su llegada a Barcelona a nuestro protagonista le costará cambiar de estilo de vida, éste decidirá sabotear los parámetros burgueses dentro de los cuales se ha venido desenvolviendo. Esta actitud será representada en nuestra novela cuando, durante la llamada “Semana trágica”, ocurrida principalmente en Barcelona entre el 26 de julio y el 2 de agosto de 1909, en que grupos obreros y populares se levantaron y pusieron en peligro el orden burgués establecido, Onofre Bouvila celebre sus acciones:
De la calle llegó el estampido de un cañonazo. ¿Será posible que esto sea la revolución?, pensó. Recordó los días lejanos en que anunciaba este advenimiento entre los obreros de la Exposición Universal. Entonces era joven y paupérrimo y deseaba que todo lo que predecía no ocurriera jamás; ahora era rico y se sentía viejo, pero no pudo evitar que un fogonazo de esperanza le iluminara el alma. ¡Por fin!, pensó. Ahora veremos qué pasa realmente (331).
Esta nueva postura de nuestro protagonista, que podríamos llamar “anti burguesa”, evoca las ideas de Matei Calinescu al referirse a los dos tipos de reacciones frente a la Modernidad. Si la idea burguesa respecto de la Modernidad consiste en “The doctrine of progress, the confidence in the beneficial possibilities of science and technology, the concern with time […], and the cult of action and success […]" (41), la postura anti burguesa será una “disgusted with the middle class scale of values and expressed its disgust through the most diverse means, ranging from rebellion, anarchy, and apocalypticism to aristocratic self-exile” (42). Entonces, más que ideas y aspiraciones positivas, esta segunda postura frente a la Modernidad, en la que empieza a colocarse nuestro protagonista, consistiría en un pesimismo debido al cual, incluso, podrá desear obstaculizar cualquier intento modernizador.
Cuando pocos años después, en nuestra novela, Manuel García Prieto dimita de su cargo tras el golpe de estado del militar Miguel Primo de Rivera, Onofre Bouvila deberá exiliarse en París “para que no [le] peguen un tiro […]” (432). Antes de partir, nuestro protagonista ofrecerá todos sus bienes a Efrén Castells. “Deles un valor cualquiera: un precio simbólico, ¿qué más da? […]” (434), le dice Onofre, representando así, con esta acción, todo su desencanto ante la ciudad y ante los parámetros burgueses de acumulación material. Desencanto que le hará volver definitivamente su mirada al campo cuando, en lugar de volar a París, decida viajar una vez más a Bassora.
Este regreso al campo, que no será el primero que ocurra a lo largo de la novela, tendrá un cariz diferente a los anteriores. Si antes, con pensamiento urbano [4], había hecho firmar a su padre la hipoteca de su casa y de sus tierras para capitalizarse –“Necesito dinero para invertir y no veo de dónde sacarlo si no es de aquí” (250)–, y luego, cuando regresa a Bassora para el funeral de su padre, convence a su hermano de capitalizar los bosques –“A esto vamos a dedicarnos a partir de ahora: a los bosques” (341)–, esta vez, en cambio, en ese constante diálogo entre lo moderno y lo tradicional que es La ciudad de los prodigios, el campo habrá finalmente desplazado a la ciudad en las preferencias de nuestro protagonista.
“Después de tantos años de lucha [creo] haber vuelto al punto de partida […]” (439), le dice Onofre a su hermano, y, luego, ya no tendrá reparos en referirse al campo como a un terreno idealizado, que desplaza a la ciudad y a lo moderno:
[…] se sentaba en una piedra y miraba discurrir el agua y saltar las truchas y escuchaba aquellos ruidos claros, que siempre parecían estar a punto de ser palabras. Sobre los arbustos que crecían en la otra orilla había muchas mañanas sábanas extendidas; allí se secaban al sol, que resaltaba su blancura sobre el fondo oscuro de los arbustos y hería la vista. También los olores del campo le embriagaban. En la ciudad los olores, como las personas, le parecían individualistas y agresivos; allí el más penetrante se imponía a los demás: las emanaciones de una fábrica, el perfume de una dama, etcétera. En el campo, por el contrario, los olores más diversos se mezclaban para formar un solo olor del que a su vez estaba imbuido el aire: aquí oler y respirar eran una misma cosa. […] En estos momentos pensaba que tal vez si no hubiera optado en su día por la vida aventurera que había llevado habría podido disfrutar de una vida rica en afectos y ternura (443).
Esta idealización, sin embargo, se verá interrumpida cuando el rector sea asesinado “de resultas de un disparo de escopeta” (448). En tales circunstancias, Onofre sabe que el pueblo lo señala como uno de los sospechosos del crimen y, aunque él no sea el asesino, en su cabeza madurará la idea de que el crimen se ha debido a su estancia en Bassora, como si su sola presencia hubiera infectado el ambiente, impregnándolo de violencia: “Lo que le trastornaba era esto: pensar que este crimen no se habría producido nunca sin su presencia […]. Buscando la paz había llevado al valle la discordia y la violencia; había envenenado la atmósfera” (449). La ciudad, pareciera decirnos nuestro protagonista, lo ha infectado.
Luego, tras esta determinante estancia en Bassora, y ya de vuelta en Barcelona, notaremos la manera como nuestro protagonista habrá cambiado definitivamente su visión de la ciudad. Ya lo fastuoso y el lujo no le serán más de su agrado. En cambio, empezará a asociar lo lúgubre con estas características que antes le fascinaban: “[…] para librarse del ambiente lúgubre que reinaba en [su] casa había adquirido el hábito de salir todas las noches. En compañía de su chófer y guardaespaldas frecuentaba los antros más infames; huyendo de la elegancia y la limpieza […]” (456).
Desencantado, harto de lo que con tanto esfuerzo tardó en construir, Onofre Bouvila volverá una vez más su mirada al campo pero esta vez para desde allí conseguir los elementos necesarios para finalmente huir de Barcelona, cuando decida acoger y financiar el invento de Santiago Beltall, proveniente también de Bassora, además de enamorarse de su hija, María. Y poco después, ya partidos en esa rara nave por la que surcarán los cielos de Barcelona y que luego supuestamente se perderá en el mar, y tras la búsqueda sin éxito de la nave y de los planos con que la construyeron y de los cuerpos de los viajantes, nadie sabrá si realmente Onofre Bouvila y María Beltall han muerto. En cambio, lo que sí quedará claro, como un periódico de la época lo muestra en nuestra novela, es que “[Onofre Bouvila] Simbolizó mejor que nadie el espíritu de una época que hoy ha muerto un poco con él […]” (538). A estas alturas, y ya conociendo la imprevisibilidad de nuestro protagonista, vale la pena preguntarse si Onofre Bouvila no habrá decidido cambiar nuevamente el rumbo de su viaje y regresar a Bassora, pero esta vez, ya desencantado de la ciudad y de sus parámetros burgueses, para instalarse allí definitivamente, idealizando, así, el terreno de lo tradicional que tantas veces había negado a lo largo de su vida.
Notas
[1] Aunque está lejos de ser parte de los objetivos de este trabajo, la pertinencia de poder incluir a La ciudad de los prodigios dentro del corpus de la novela picaresca puede ser la semilla de una futura investigación. Si atendemos a algunas de las características del género planteadas por Claudio Guillén, podremos notar cómo, con sus propias particularidades, varias de ellas pueden encontrarse en la novela de Eduardo Mendoza. Pensemos por ejemplo en la orfandad, que, si bien en el caso de nuestro protagonista no existe como tal, sí existe durante todo el relato un enlace ambiguo con el padre así como, si se quiere, una orfandad de facto durante buena parte de la narración. Otras características a tomar en cuenta serían las penurias físicas y psicológicas por las que pasa nuestro protagonista, así como el hecho de hacerse responsable de su bienestar desde una edad temprana o la circunstancia de que las acciones a lo largo de su vida suelan moverse entre lo bondadoso y lo malévolo.
[2] Aunque registrar los cambios urbanísticos ocurridos como consecuencia de ambas Exposiciones Universales no es parte de los objetivos de este trabajo, un breve sumario de estos puede resultar útil para ahondar en la idea de la fiebre de renovación en que se encontraba Barcelona. Por ejemplo, la Exposición Universal de 1888 trajo consigo, entre sus más grandes alteraciones, la urbanización del Parque de la Ciudadela, la urbanización del frente marítimo de la ciudad, la construcción del paseo Colón, del Palacio de Bellas Artes, entre otras obras de igual o mayor magnitud. Por su parte, la Exposición Universal de 1929 originó el ajardinamiento de la montaña de Montjuïc, la construcción del Estadio Olímpico, del Palacete Albéniz, así como la urbanización de la plaza Cataluña, entre otras obras.
[3] En 1856-1999. Barcelona contemporánea se puede encontrar interesantes datos respecto de la evolución de la población en la ciudad catalana, debido principalmente a las olas migratorias. Por ejemplo, entre 1860 y finales del siglo XIX, la población aumentó en más de 100%, de un cuarto de millón de personas a más de medio millón de habitantes. Otro crecimiento espectacular, también del más del 100% se dio entre el fin del siglo XIX y 1930, en donde la población alcanzó la suma de más de un millón de pobladores (42).
[4] Ángel Rama, en su libro Las máscaras democráticas del Modernismo, ha dado cuenta de la manera como el impacto modernizador llegará primero a las masas urbanas, adaptándose éstas a los requerimientos de la Modernidad, para luego transmitir estos parámetros modernos a los pueblos y a las comunidades rurales (34).
Obras citadas
Calinescu, Matei. Five Faces of Modernity. Durham: Duke University Press, 1987.
Ealham, Chris. Class, Culture and Conflict in Barcelona 1898-1937. Nueva York: Routledge, 2005.
Guillén, Claudio. Literature as a System. New Jersey: Princeton University Press, 1971.
Gutiérrez Girardot, Rafael. Modernismo. Supuestos históricos y culturales. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1987.
Lemert, Charles, ed. Social Theory. The Multicultural and Classic Readings. 3rd ed. Colorado: Westview Press, 2004.
Mendoza, Eduardo. La ciudad de los prodigios. Barcelona: Seix Barral, colección Booket, 2005.
Palá, Marina and Subirós, Olga, coord. 1856-1999. Contemporary Barcelona Contemporánea. Barcelona: Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, 1996.
Pike, Burton. The Image of the City in Modern Literature. New Jersey: Princeton University Press, 1981.
Rama, Ángel. Las máscaras democráticas del modernismo. Montevideo: Fundación Ángel Rama, 1985,
Simmel, Georg. “The Metropolis and the Mental Life”. 1903. On Individuality and Social Forms: Selected Writings. Ed. y trad. Donald N. Levine. Chicago: University of Chicago Press, 1971. 324-339.
Williams, Raymond. “The Metropolis and the Emergence of Modernism”. Unreal City, Urban Experience in Modern European Literature and Art. Eds. Edward Kelley Timms y David Kelley Tims. New York: St. Martin, 1985. 13-24.
Wirth-Nesher, Hana. City Codes. Reading the Modern Urban Novel. Massachusetts: Cambridge University Press, 1996.
Weiner, Myron, ed. Modernization. The Dynamics of Growth. New York: Basic Books, 1966.