Haiku
Luego de escuchar su voz bailar entre sílaba y sílaba, tomó sus cosas y salió de la habitación. Bajó la escalera caracol sin decir absolutamente nada. Llevaba el corazón pesado y los parpados entreabiertos. Empujó las grandes puertas de madera y subió el cierre de la chaqueta de cuero café que había comprado en casa. El aire estaba tibio y una suave brisa movía las pequeñas luciérnagas que alegraban los arbustos. Había un largo camino frente a sí. Escondió su rostro bajo el cuello de la chaqueta como escondiendo la pena.
Recordaba exactamente el día que le había conocido. Sus ojos azules miraban hacia donde ésta estaba. Ella se sentó frente a ellos y saludó.
—¿Te gusta la fotografía? Preguntó al ver la imagen en la pantalla del Mac Ibook sobre la mesa.
—Sí, la disfruto mucho.
—¿Qué fotógrafos te gustan?
—Michael Kenna, Ansel Adams, la fotografía de alto contraste en general.
—Aquélla es muy hermosa.
—Sí, es como un Haiku.
Es como un haiku, repitió mientras caminaba hacia el tren. ¿Qué habría dicho Basho? se preguntó a sí misma. Siguió caminando en la oscuridad. Basho, repitió, Basho.
Cuando finalmente llegó al tren, se sentó en la banca frente a la línea férrea. Aún recordaba aquellas vacaciones juntos y esa tarde esperando la barcaza. El viento movía con fuerza el jeep amenazando con frustrar el paseo a los viajeros. Una vez en el ferry, reclinados se miraban el uno al otro conversando sólo con el pestañear. Su mano, le acariciaba el cuello mientras trataba de distraerla para que no se mareara.
Al levantar la vista vio la locomotora acercarse con rapidez. Hundió su rostro en la chaqueta. Volvió la cabeza mientras el viento movía su cabello y la tristeza le corría por el rostro.
Plumas
Sentado allí balanceándose entre la brisa cálida y la luz del sol que le acariciaba las mejillas infantiles, vio algo sobre el césped. Lo observó algunos minutos desde el columpio y luego se acercó para saber qué era lo que descansaba con tanta tranquilidad frente a él. Plumas grises cubrían el cuerpo inerte del ave. Se arrodilló y observó con cuidado. El ave estaba sobre su espalda con el rostro mirando al cielo, los ojos cerrados y el cuello doblado. El niño acercó el dedo tocando el pecho con muchísimo cuidado pero el ave no se movió. Debe estar dormido — se dijo.
Las plumas diminutas eran suaves como el terciopelo. Las tocó una vez más preguntándose por qué el ave no se movía. Sentado sobre sus pies, se quedó allí contemplando el gorrión. El ave parecía estar en paz. De seguro duerme- dijo. Al cabo de algunos minutos, tocó la suave cabeza y bajó por el cuello recorriendo cada rincón del ser inerte frente a él. Repentinamente, advirtió que el cuerpecito estaba frio y decidió acurrucarlo con sus manos. Lo acercó a su mejilla y cerró sus inmensos ojos azules que sólo deseaban devolverle el suave calor de la vida. Respiró hondo, sintiendo el suave perfume de las plumas entrar en su cuerpo.
Con una sonrisa amplia abrió sus manos para dejar el cuerpecito volar hacia el firmamento mientras las plumas caían sobre su rostro inocente.
