El vuelo de las mariposas
A Rodolfo Garzón los ojos se le hacen agüita cuando mira la cara de Camila, y aunque empuña los párpados para no llorar, las lágrimas se le escurren por los rabillos. Ya le es familiar el cuarto con olor a pino concentrado, pero aún le molestan las paredes vacías sobre las cuales no lo dejaron colgar sus mariposas. Le encantan las mariposas. Con Camila salía al parque todas las tardes a verlas revolotear entre el pasto y las flores dispersas, y, cuando alguna alzaba el vuelo, ambos la perseguían gritando por turnos los colores de sus alas. Fue ella quien le enseñó cómo vuelan las mariposas. Le pedía que pintara en un cuaderno numerosas alas mientras encogida sobre la alfombra jugaba con la voz y le explicaba que primero eran larvas, luego capullos colgados en la espalda de las hojas. Ahora soy una oruga, decía, arrastrando su cuerpo por el piso y de pronto, como si sus brazos fueran alas, se levantaba acariciando el aire y él la veía volar amarilla con pintas azules.
A Rodolfo Garzón lo atrapaba el insomnio cuando Camila lo invitaba a su cuarto. Por dormir a su lado aguardaba ansioso el letargo de los otros, y solo entonces se escabullía en medias hasta su cama. Aún en la penumbra, él la sabía despierta por el destello que irradiaban sus ojos mientras alzaba las frazadas. Pocos segundos tardaban en acomodarse y ya una fiesta de murmullos se esparcía en el aire. Sin darse cuenta pasaban horas mariposeando y de tanto repasar zumbidos aprendieron a contarse historias, utilizando los labios como antenas.
A Rodolfo Garzón le dan miedo las alturas y en el parque miraba a Camila trepar a los árboles. Aunque le sudaban las manos y las limpiaba en el pantalón, no dejaba de sonreír durante el ascenso. Ella nunca le preguntó por qué esperaba observarla en una rama para solo entonces comenzar el ritual: pegar la nariz al tronco y con los brazos estirados, extender los dedos de uno en uno. Tampoco él dijo nada, sabiéndola segura se abandonaba a su voz: He venido a retocar tus alas, cantaba Camila desde arriba, y Rodolfo la imaginaba arrancando hojas para echárselas sobre el cuerpo. Luego venía el descenso y él mariposeaba feliz, esquivando el silencio que lo hacía pensar en el momento en el que le tocaría colorearla.
A Rodolfo Garzón le duele ver a Camila acostada en esa cama y el corazón se le achina por las correas que la aprietan. Ahora se aleja de los otros porque la internaron, aún cuando él les explicó la caída. Fue mi culpa, ¿no entienden? Le tengo miedo a las alturas, gritó enloquecido, al enterarse adónde la habían llevado. Como desconocía cuánto tiempo la tendrían ahí, los amenazó con sacarse el yeso del brazo herido si no lo dejaban verla.
A Rodolfo Garzón lo obligan a asistir a la escuela y él aprovecha el recreo para recoger hojas secas. Hoy por fin lo llevaron a tiempo y encontró a Camila despierta. Como no respondió a sus caricias, acercó una silla y se subió en ella. Tardó un segundo en controlar la tristeza y despacito empezó a susurrarle: Madre, he venido a pintar tus alas..., y en medio de esa lluvia que también era llanto, Rodolfo venció al vértigo, escuchándola mariposear.
