Laberinto del azar
Soy francés y es mi oportunidad de demostrarlo. He visto caer el águila prusiana sobre el gallo galo, he sufrido el bloqueo, el bombardeo y la guerra junto al pueblo de París, he estado obligado a comer ratas, igual que mis vecinos, igual que mis hermanos. Ahora ha llegado mi gran momento. Tengo 24 años. Soy un atleta de la guerra. Un soldado. Y por encima de todo, un patriota.
La amplitud de la autopista panorámica que une Tijuana y Los Ángeles en un viaje de menos de tres horas a la velocidad media que imponen la normativa y las sanciones del gobernador austriaco del estado de California es propicia para que uno divague y pierda la vista en el paisaje de yema de huevo ensangrentada que cubre el parabrisas delantero de mi camioneta. La reunión con Fujitsu no será hasta las tres, tendré tiempo para desayunar chilaquiles en el camino.
Más de 40 universidades, hasta el día de hoy, se han unido a la protesta por la ley del primer empleo en toda Francia. Salimos a la calle a diario, se ven muchas patillas pelirrojas afilando el mentón y pañuelos palestinos enrollados al cuello. Grupos de jóvenes manifestantes que se asemejan a otros grupos de casi 40 años atrás. Crecían flores entre los adoquines. No hay clase, así que vuelvo pronto a casa para estar con Pedro, mi hijo, mi primer hijo y quizás mi único hijo. Sandrine trabaja hoy hasta tarde en el Louvre.
Beatrice, mi dulce Beatrice, si me vieras en esta situación llorarías para que nunca hubiera tenido que partir al frente. Yo siento miedo, pánico, por ti, porque sé que no puedo evitar tus lágrimas, ese dolor que te quema los párpados a fuego lento; si no me has olvidado ya después de estos meses sin verme, si no has dejado de quererme con tal de no sufrir más, si no te has extirpado nuestro amor a la fuerza. Cosa que entendería. En este barracón del ejército, sueño cada noche contigo. Me sumerjo debajo de mi única manta, rodeado de catres con hombres que roncan, o juegan a las cartas, o dormitan, o sueñan como yo, hombres que escriben cartas, se recortan el bigote, hablan, debaten sobre qué ocurrirá mañana. Cierro los ojos y la lana áspera me transporta al hogar, me calma y yo, que no soy muy creyente, empiezo a rezar: rezo a mi madre, te rezo a ti, a mi padre, al que veo trabajando en el taller; le rezo también a Dios, por si acaso existiera y se ofende si no lo hago. No pienso en mañana, en lugar de eso me abrazo a ti en el interior de un sueño cálido, somnoliento, en duermevela. Oigo cantar a los hombres, son tres en un rincón, sus voces retumban, debe de ser una canción tradicional, no la conozco, aquí hay gente de toda Francia. Las versos me sacan de mi sueño, de repente: tengo el vello de mi cráneo rapado completamente erizado y ahora es a mí a quien le arden los párpados por dentro. Beatrice, mi dulce Beatrice, no te voy a prometer que volveré. Sólo puedo asegurarte, jurarte por lo que más quieras, que mi fusil apartará el miedo de ti, eliminará tu llanto, secará tus ojos, hará estallar en pedazos el cristal oscuro que empaña estos días tan aciagos que nos ha tocado vivir.
—French fries?
—No, thanks.
Si hubiera podido elegir, esas no hubieran sido mis últimas palabras, no señor. Y menos en inglés, pinches gringos cabrones. En efecto, detuve mi camioneta para regalarme un desayuno como dios manda y, a falta de chilaquiles, me decanté por el siguiente menú: panqueques con sirope de arce, huevos fritos, unas tiras de tocino y café negro acompañado por una pie de manzana. La piedra angular de todo buen desayuno americano. Ocurrió precisamente cuando saboreaba un pedazo de la tarta. La camarera había vertido más café humeante en mi taza y yo, ya con el estómago caliente y la mente satisfecha, me disponía a hincarle la puntilla a mi banquete. Escuché a la chica preguntar “french fries?” justo a mis espaldas. Instintivamente, pensando que se dirigía a mí, respondí que no, que no quería patatas fritas. Ni siquiera tuve tiempo de darme cuenta de lo absurdo de la situación. Entonces, la chica, la pareja a la que ella atendía y yo cruzamos las miradas, esbozamos un amago de sonrisa al unísono y, a continuación, vimos el revuelo que se acababa de producir en la caja, oímos el grito ahogado de la cajera, vimos centellear el cañón de un revólver y oímos el estallido que me segó la vida.
Tomo en brazos a Pedro y pongo música. Bailamos, despacito. Él se queda embobado jugueteando con los flecos de mi pañuelo. Es rubio y sonríe poco. Cuando nos cansamos de bailar o, mejor dicho, de caminar por la habitación, nos recostamos en el sofá, él me pellizca la cara, inspecciona, se aburre enseguida y dirige su interés a la mesa, donde reposa el portátil. Está encendido, lo compruebo al abrirlo. A la vista, un artículo sobre los tepehuanes y los jesuitas en México en el siglo XVII. Todavía no lo he terminado, tengo tres días para hacerlo. Cuarenta y seis indios murieron encerrados en una iglesia, quemados vivos, en venganza por la muerte de dos religiosos españoles. No se andaban con tonterías en aquella época. Vuelvo a cerrar el ordenador. Me recuesto con las piernas sobre la mesita, Pedro se acomoda, coloca la cabeza en mi hombro y, en cuestión de segundos, nos dormimos profundamente.
“Sábado, 22 de abril de 1916.- París está delicioso, los árboles están verdes y el sol alegra el bulevar, animado como de ordinario.
Pienso, a pesar mío, en esa Champaña que acabo de dejar, con sus casas de paredes rotas, con sus vastas extensiones sin más vegetación que algunos pinos reducidos al estado de piquetes y de vez en cuando algunas manchas de hierba leprosa entre los agujeros de los obuses, que acribillan esa tierra blanca o verdosa como un rostro cuajado de viruelas”.
“En París escasea el carbón, la leña es imposible de encontrar. Pero al menos tenéis carbón, os podéis calentar, no todos los días, pero os calentáis. ¿Racionamiento de azúcar? O sea, que os reparten azúcar. Impuestos sobre las entradas del cine, ¿así que vais al cine? Los martes de la Comedie Française, mmh. La avenida de la Ópera, el bulevar de los Capuchinos, el de la Magdalena, la rue Royale y la plaza de la Concordia tienen el aspecto de siempre: hombres con sombrero de copa, levita y zapatos amarillos relucientes. Los soldados regresamos del frente con nuestras polainas y zapatones manchados de barro, hambrientos de pan y paz, mientras en París os divertís sin sacrificio alguno”.
Beatrice me escucha mientras añado: “Si queremos entendernos, tenemos que empezar a hablar el mismo lenguaje. O hablamos como se habla en la retaguardia o hablamos como en el frente”.Su única respuesta es sentarse en mi regazo y acariciarme en silencio. La guerra es para los combatientes, debería estar feliz de que a mi mujer no le afecte esta locura tanto como a los que nos toca dirimir con las alambradas y trincheras a diario.
Se ha apaciguado el tumulto en el restaurante al evaporarse el eco de los disparos. Mi camarera ha podido calmar su crisis de angustia, o lo que fuera todo ese griterío. Yo estoy tendido en el suelo, boca arriba. No respiro. Tengo gente alrededor. Oigo cómo suena una sirena en la calle. Los ladrones no se han llevado nada, parece ser que se han asustado al ver que caía un hombre muerto y han salido por piernas. Se oye el celular mientras vibra en mi cintura, iluminada aparece la palabra “Fujitsu”. Debería haber cambiado la cancioncita. “I’m so beautiful, it’s true”.
Al menos hoy tengo el día libre.
Sandrine entra por la puerta y yo abro un ojo, Pedro sigue durmiendo sobre mi pecho. Su madre me cuenta que alguien ha resultado herido en un atropello durante las protestas de esta tarde. La gente se ha cabreado, como es lógico. Arde París. Hace unos meses, la quema de coches por los inmigrantes: esperemos que no se desaten de nuevo las iras. Después de dar de comer a Pedro, decidimos bajar al bulevar de Belville-Menilmontant para cenar en un restaurante árabe. Yo pido cuscús con chucrut, Sandrine se apunta. No podemos pedir vino, va en contra de su religión. La del dueño del bar, no la de Sandrine.
Beatrice ha dejado su delantal doblado con exactitud sobre el respaldo de una silla de enea. Me observa. Me ama. Yo voy terminando mi comida, la empujo con abundante pan de corteza dura, qué placer. Y la remojo con buen borgoña. Media botella. Estamos solos, su madre y su hermana se han escabullido a diversas ocupaciones a pesar de que es domingo. Una pareja necesita unas horas de intimidad en medio de una guerra. Esto es lo más cercano a la paz que he vivido desde hace meses, quizás años. A Beatrice le gusta peinarme con sus finos dedos de modista desde la nuca hacia el cogote, sentada sobre mis rodillas. Mi pelo es brillante y grasiento, más una protección que un adorno. Mis ojos oscuros se clavan en su rostro anaranjado, en su piel traslúcida, en sus rincones ocultos: el pliegue que hace su cuello en el nacimiento del cabello, el triángulo de su hombro izquierdo y su escote arrebatado, el trampolín que baja de su nariz a su boca, la pequeña comisura de sus párpados felices. Sigue sin hablarme, sólo me mira y toca el piano sobre mis dedos, una melodía suave, explícita, generosa.
Mientras, su lengua golpetea imperceptiblemente sobre su paladar, tararea sonidos inventados en lugar de susurrar palabras: estarían de más. Es algo que hace a menudo, bromea con su boca y eso compensa mis atropellos verbales. Logra que me calme, que sólo me fije en el lóbulo de su oreja, y en la cavidad que hay detrás, resguardada por un pendiente con forma de botón brillante, de foco de luz, de diminuta estrella. Beatrice detiene su interpretación al piano sobre mi antebrazo y se pone en pie, besándome con su cabello rodeándonos. Abro los ojos húmedos y me levanto de la silla con ganas de fumar un cigarrillo. Fumar mirando por la ventana el barrio pasar. Le devuelvo su beso a Beatrice, esta vez con mis manos agarrando su cabeza desde atrás, apretando con fuerza sus labios y dulcemente su boca. La desnudo de pie en la cocina, de forma dolorosa, no logro controlar mis ansias de ella. La amo tanto como deseo la vida, tanto como necesito sobrevivir. Ella se deja embriagar entre mis abrazos y yo recibo sus caricias. Aprieto los dientes y miro hacia mi interior. Me toma de la mano hasta la cama de su cuarto. Allí confirmamos nuestras calladas promesas, como nunca en la vida. Sólo interrumpimos un segundo nuestro silencio de enamorados cuando nos decimos el uno al otro:
—Vamos a tener un hijo.
Beatrice y yo nos quedamos dormidos varias horas, hasta que su hermana llega cargada con ramos de violetas y chismes de patio de vecinas. Tomamos café con ella, entre risas, todavía marcados por los pliegues de las sábanas. Siempre me ha gustado estar entre mujeres. Pero tengo que volver a casa para hacer mi mochila. Parto por la mañana.
Jode separarse después de un permiso. El tren va repleto de hombres como yo, con el uniforme recién lavado y planchado camino del frente. Me pongo a pensar en la muerte, mientras dejamos atrás los prados verdes de Normandía. ¿He matado a alguien en esta guerra? ¿Alguna de mis balas alcanzó su objetivo? ¿Podré vivir con ello?
Publicado en la colección del mismo título en 2007.
Charles Delvert en Histoire d’une compagnie, citado por Marc Ferro, La Gran Guerra (1914-1918), Madrid, 1984.