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Mario Contreras Vega
Vol. 2, No. 1, Primavera 2010 : Cuento

El hombre que olvidaba su oficio

“En la vida hay amores que nunca
pueden olvidarse…”
— Tito Rodríguez, cantor

MARDONIO ROJAS, más conocido como “Mayo” Rojas, fue, durante muchos más años de los que alguien hubiese esperado de quien provenía de una familia de no muy limpios antecedentes, todo un caballero. Ello, a pesar de no haber pertenecido a la clase de los terratenientes que asolaron el país, –dicen- (hijos de la rancia nobleza de nuestros hijodalgos, llegados al país en calidad de galeotes, como se sabe), del mismo modo como lo asuelan sus descendientes. O a pesar de no integrar filas en el partido de los conservadores, ni siquiera en calidad de miembro numerario o anónimo, el que sin disimulo dirigió desde las cómplices sombras del púlpito, hasta no há muchos días, su santidad, don Poncio Medina y su primo, el Mamo Contreras.

Ni siquiera tuvo parientes en el ejército, institución de hidalguetes menores y –por lo mismo- resentidos, y –por cierto- nunca salió del país, a menos que, caminando, en estado de absoluto sonambulismo, muchos años más tarde, sus pies o su ignorancia lo hayan llevado hasta los inciertos lindes argentinos o bolivianos.

En su familia no tuvo puesto de mayorazgo, no poseyó almacén ni despensa, no frecuentó botillerías ni casas de zamba, no usó corbata los domingos ni se cambió de camisa para ir a la iglesia.

Aún así, a pesar de todas esas faltas que tienen que ver con la respetabilidad y la confianza que la sociedad tiene a bien depositar en sus súbditos, a pesar de todas ellas y otras que no mencionaremos, (pues éste no es el libro rojo de la justicia ni un manual para incautos desprejuiciados), fue un perfecto caballero. Treinta años después de haber marchado del pueblo, vestido aún con el sombrero alón y el pantalón de diablofuerte que la tía Gertrudis le obsequiara, agradecida por la restauración milagrosa de la marquesa prusiana y la victrola que los abuelos trajeran de Europa, con la chaqueta oscura echada sobre los hombros y su pinta de hombre bonachón y sencillo, la gente buena del pueblo lo sigue buscando, acordándose de él cada vez que algún ebanista poco acucioso, (abundan mucho los Ojedas, Serpas, Rosas o Chodimanes), mete mano en las antiguallas que en San Juan suelen guardarse como tesoros, los que –en vez de recuperar para ellas sus formas y colores, sus texturas, sus barnices y la suma de elementos que le confieren nobleza, transforman normalmente en vulgares mamarrachos.

De lo que se desprende que la caballerosidad de “Mayo” Rojas no estuvo basada en su abolengo sino en su maestría, aquella incontrarrestable habilidad para componer todo tipo de artefactos y muebles, desde confesionarios y mesas de arrimo con la suma total y minuciosa de sus adornos y guarniciones hasta vestidores y espejos con sus marcos, sin contar antiguos pianos, órganos a brazo y a cuerda, violas y violines firmados por Stradivarius o Schubert. Construyó, entre la multiplicidad de objetos que ayudaron a dar fama a los nuestros y a conocerlo como pueblo habitado por burgueses, con gran finura y aprecio, 30 torres de iglesias con sus cúpulas y campanarios, suficientes mesas de arrimo, varias decenas de puertas enjalbegadas, un ciento de pequeños joyeros, 19 reproducciones de la Santísima, además de 4 Querubines que con sus alas resguardan –aún- nuestra ciudad de los moros.

Hasta con los retazos de maderas y virutas que de sus manos se desprendían, confeccionó –en sus horas de ocio- innumerables juguetes para los niños, palacetes iluminados por el sol de la música, poderosos ejércitos de soldados a pie, corrales repletos de caballos y bueyes, orquestas formadas por flautas, marimbas, y tamboriles, payasos equilibristas y un sinfín de saltimbanquis, enanos y gnomos contrahechos que, montados sobre extraños animalejos, con sus carromatos y arreos, despertaban la admiración y encendían la poderosa y retorcida imaginación de los pequeños.

Con ellos, por cierto, se sentía a gusto. Las veces que solía trabajar en las casas de mis tías, solo se oían risas envolviéndolo todo, subiendo atronadoras desde el cobertizo en que la familia lo instalaba hasta el amplio salón al que no entraban los morenos. Los muchachos, bulliciosas abejas sin asomo de vanidad, le zumbaban en torno. El se deleitaba con ellos, complaciéndolos sobradamente con las historias que les narraba, mientras, hebra tras hebra, viruta a viruta, desde el fondo del árbol o el tierno retazo de sus ramas comenzaban a surgir las figuras de caprichosos seres a los que sus manos daban vida.

Nunca, me han dicho los antiguos, se vio un mal ejemplo en “Mayo” Rojas. Cuando usaban la expresión mal ejemplo, querían decir que nunca se le vio ebrio o siquiera achispado; que nunca se supo que haya dado de golpes a su esposa o sus hijos, (esto último entre paréntesis, ya que tampoco se supo si la tuvo o los tuvo); que nunca discutió con sus vecinos; que siempre se dio por bien pagado por las obras que hacía, aunque la más de las veces aquel bien pagado haya consistido en un mísero plato de frijoles y puerros. Además, y de ello estoy seguro pues he tenido el libro del adivino Montiel en mis manos, nunca asistió a una casa de esas, en las que se confunden, a oscuras, los cuerpos de réprobos y réprobas.

Pero un día cualquiera, a causa de razones que todos desconocen, (o que fingen desconocer ya que no es de personas decentes, arguyen, eso de ir averiguando detalles de vidas ajenas), el “Mayo” Rojas se marchó, con la oscura chaqueta sobre el hombro y silbando una canción que aunque todos recuerdan nadie había escuchado, se marchó, molesto a lo mejor por la llegada de un grupo de nigromantes que se dedicaron a llenar de volteretas el pueblo a fin de entusiasmar a los muchachos que por un instante se olvidaron de él, se marchó, seguido por un ciento de ellos hasta el borde de sus cerros y precipicios, sin mirar ni una vez hacia atrás a pesar de los llamados, a pesar de los gemidos, a pesar de los ruegos; a pesar de los insultos en que se transformaron esos llamados y esos ruegos; a pesar de las piedras en que mutaron los insultos; a pesar de los llantos y el polvo del camino que vinieron, adversos, a su encuentro; a pesar de la sed que rasgaba sus labios y del sueño que aplastaba a sus ojos; a pesar de los guijarros que entrababan su andar; a pesar de la noche que anunciaba, temerosa, su silencio.

A mediados del siguiente verano, (si la memoria no me falla), mi prima Inés, la más bella de todas, fue atacada por agudos dolores de vientre. Mis tíos la llevaron amarrada al hospital, considerando que se resistió con todas sus fuerzas a aquel mundano estropicio. Adujo, llorando, que estaba sana y entera y que no permitiría que algún pagano la toque. Que aquello de los dolores y retortijones de tripa se debía más que nada al viento enrevesado y travieso que azotó nuestro pueblo esa semana, y que arrancó, casi de cuajo, los tres sicomoros que adornaban la plaza, además de enviar a mejor vida la blanquiverde goleta de los Miserda, en la que de mes en mes se trasladaban los miembros de la Hermandad de la Costa hasta el castillo ubicado en Pureo, a gustar, en animoso zafarrancho, los cerdos de `ña Dominga, fundadora del clan y sempiterna cabeza de aquella familia.

En casa de Inés, por supuesto, nada dijeron de aquellos retortijones. Un par de semanas más tarde, sin embargo, se vio a la buena de la Rosa Aguilante, conocida por todos como la mamamadre de todos, haciendo su entrada en casa de mi tía, acompañada de aquellas grandes pechugas que su fama le dieron, amamantadora oficial y generosa de los débiles del pueblo, orgullosa y henchida con su cadencioso balanceo y su sonrisa bovina.

Algunos meses después, algunos años después, aquello no es exacto, recuperada mi prima de la natural enfermedad que la había por un tiempo abotagado, pasadas las vergüenzas que su ingenua y alocada conducta arrojara sobre la austera familia, vencido el temor a ser abordada por extraños y apuntada con el dedo, se la vio llevando un cachorro de hermosas facciones en su regazo, un cachorro de humano, claro está, ensortijado y morocho, a pesar de poseer ella una tez aún más clara que el trigo.

. . .

Muchos años después…

La tarde de la que estamos hablando, sin embargo, todo es fiesta en San Juan.

Tras larguísimas décadas, un viejo grupo de nigromantes, venido esta vez nadie sabe de dónde, extraviado seguramente en las borrosas huellas que ocultan nuestra comarca, precedido de rechinantes y estrafalarias carrozas en las que duermen juntos hombres y bestias, ha llegado hasta el pueblo, dispuesto a levantar en sus calles las coloridas lonas de su antiquísima carpa y a mostrarnos – además- sus camellos de arruinada joroba, el par de elefantes que inician su último paseo y un ruinoso tigre que semeja un carnero mal disfrazado, junto a la trouppé de payasos, saltimbanquis y graciosos, equilibristas y magos que en ciudades más prósperas pero menos felices, en vez de hacer reír, hacen llorar a quienes los observan.

Los muchachos, por cierto, (ignoro si los mismos), envalentonados por la conducta de aquellos personajes de rostro pintarrajeado y multicolor vestimenta que con desparpajo anuncian su espectáculo ante el público, entusiasmados por la oferta de ingreso gratuito para quienes colaboren anunciando el programa o llevándole agua a los nobles cuadrúpedos, generosos y conmovidos, descubren el placer de ocultarse tras los afeites y sus máscaras, pinturas de un cuanto hay, tiradores y broches, pinzas para el pelo y otros artilugios con los que imitan aquel mínimo arte, mientras los viejos, esto es, los mayores, haciendo gárgaras de melissa y de miel para endulzar la voz y afinar la memoria, se preparan a competir por los trescientos pesos que el astuto empresario ha ofrecido a quien sea capaz de cantar, sin faltar una nota, la Canción de los Silbos, en clave de fa.

Los muchachos no saben, por cierto, que el artista de más precio de aquella compañía, el único hombre que en el mundo ha podido silbar y cantar en un único acto, y conversar, además a tres voces, ha comunicado a Corales su retiro de la empresa y que, nada más entrar al pueblo y respirar el polvo de los cerros cercanos se ha ausentado, en cuanto sintió en el aire el canto de los pájaros y vio a los niños que corrían en torno, ha marchado tras la oscura galera en la que, escondidas del polvo del tiempo y las arañas que todo lo envuelven, ha cogido sus viejos cuchillos para reiniciar el oficio que había –sin que nadie lo supiese- alguna vez abandonado.

. . .

Mi prima Inés, como todas las madres, no se enteró hasta pasada una semana que su hijo, a quien enseñó a cantar junto al coro, en la iglesia, a quien obligó a ejecutar clarines y flauta con la voz de las aves, había sido el ganador del certamen y que ahora, igual como lo hiciera antaño su padre, abandonándolo todo, dejando atrás su pasado conocido y glorioso, novias, a lo mejor, o tan solo despechadas muchachas que lo amaron ocultas, con la vista puesta en un incierto futuro, se ha incorporado a aquella comparsa, dispuesto a reemplazar a aquel ventrílocuo y mago, a aquel hombre de rostro surcado por las arrugas que recogieran hace 30 años los nigromantes aquellos, el mismo que –con solo un silbo en los labios- hacia bailar a las aves y canturrear a las bestias pero que ahora, nada más descubrir desde la parchada lona del carro las estrellas que alumbraban su pueblo, se olvidó de aquellas imitaciones y recobró para siempre su oficio de carpintero.

Nadie le pidió explicaciones. Simplemente regresó, retomó las escasas herramientas y, con ellas, el sutil arte de la ebanistería, con regocijo mayor de las abuelas y creciente de los nuevos muchachos, reiniciando su andar por las casas de aquellos que tenían muebles que reparar, secretos que compartir, maternidades que descubrir, juguetes que construir, paternidades que reconocer.

Mario Contreras Vega nació en Coyhaique, Chile, el 14 de octubre de 1947, pero ha residido en Chiloé la mayor parte de su vida. Entre sus publicaciones se cuentan: Raíces (1977), Entre ayes y pájaros (Premio Gabriela Mistral 1980), Palabras para los días venideros (Premio Gabriela Mistral 1984), La gallina ciega y otros poemas (1993), Canción para jinetes y caballos (1996), Notas de Viaje (1999), Chiloé, última frontera de los Sueños, y Pedro Ñancúpel, pirata de Chiloé (2002).

A fines de la década de 1970, Contreras Vega creó en Ancud el Grupo Literario Chaicura y la Revista Archipiélago. Desde hace más de tres décadas reside en Castro donde ha sido concejal, y ha sido un activo participante de la vida política y cultural de la ciudad en las últimas cuatro décadas.

En el área audiovisual ha realizado, en calidad de guionista y director, el video Cartas de Navegación. Su obra poética que ha merecido numerosos galardones en Chile y otros países del continente, aparece en diversas antologías y revistas de Chile y de otros países latinoamericanos.

Naufragios incluyó poemas de Mario Contreras Vega en su edición inaugural, en primavera del 2009.

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