Extraños en la noche
Es de noche. El repicar feroz del teléfono interrumpe tu sueño. Voz de mujer. Dice que quieren hacerle daño, que se acercan, que ya la atrapan.
– ¿Quiénes? –preguntas con la voz pastosa.
– ¿Quién eres? –te corriges de inmediato, antes de oír respuesta alguna, medio dormido aún, aunque también cada vez más nervioso.
– Adriana... –se escucha en un susurro, prácticamente un hilillo de voz que la oscuridad de la madrugada pareciera querer ahogar en su garganta.
– Javier ¿eres tú? –inquiere en sordina la mujer, temerosa y suspicaz, con palabras igual de frágiles, como soplidos o brisas de primavera.
Sí, efectivamente eres Javier, pero estás cien por ciento seguro de que no conoces a ninguna Adriana.
Y casi respondes que sí, “sí, soy Javier”, pero logras retener las palabras en tu boca antes de descubrir la íntima fragilidad de tu alma por la línea telefónica.
Ciertamente no eres el único con ese nombre en la ciudad, “ni el primero ni el último”, reflexionas tontamente, aún en brazos de la somnolencia.
– ¡Por favor ayúdame! ¡No me abandones! –implora la desconocida.
– Tal vez te equivocaste de número –dices, aplicando la pizca necesaria de lógica para resolver aquel desagradable, aunque no por eso del todo incomprensible, incidente telefónico nocturno.
– Quizá la policía... –agregas ya con un tono de mayor naturalidad, casi felicitándote por haber hallado la solución para el sencillo dilema que alborota tu descanso.
Sin embargo, tras un breve silencio, ella se inquieta todavía más y rompe a llorar brutalmente.
– ¿Por qué no lo entiendes, Javier? ¡No puedo confiar en nadie más que en ti! –aúlla desesperada, casi desagarrándote los tímpanos, y cuelga.
Sentado en la cama con el auricular en la mano, sientes un alivio casi místico y te dejas arrullar por el ruido monocorde de la línea telefónica.
Miras el reloj que sigue avanzando sin piedad y piensas que todavía estás a tiempo para dormir un par de horas. Cómo olvidar que debes estar lo más descansado y lúcido posible para la mañana siguiente, tu prueba de fuego ante el directorio de la compañía, la presentación del proyecto aquel en el que vienes trabajando desde hace seis meses.
Sin dejar de sentir curiosidad por lo ocurrido y sacudiendo levemente la cabeza, como quien dice “hay cada loca suelta por ahí”, cuelgas el teléfono, apagas la lámpara y te metes de nuevo a la cama.
Pero no pasan ni 30 segundos y una extraña inquietud, mezclada con incertidumbre y culpa, te quita de golpe cualquier amago de sueño.
Intranquilo, miras con detención la pantalla de cristal líquido del teléfono y terminas marcando el número de la última llamada registrada.
Oyes la misma voz, el mismo llanto, las mismas súplicas del sinsentido.
Cuelgas con violencia, te vistes deprisa, coges las llaves del auto y guardas cuidadosamente en un bolsillo el papel con la dirección que acabas de anotar.
“No es tan lejos, pero hace frío”, bajas pensando camino al estacionamiento, mientras silbas como idiota una melodía que nunca antes habías escuchado.