Plaza de la República
Llevaba diez años sin verla y de repente la encontré en Facebook.
Estábamos viviendo en la misma ciudad, a pocas cuadras, aunque nunca nos habíamos topado.
Juntémonos en el centro, me escribió ella, y yo le respondí que en la plaza a las doce.
Los días anteriores habían sido de viento y lluvia, así que la impresión de Valdivia esa mañana, salpicada por acuarelazos de sol, era la de un cementerio de paraguas.
Llegué antes de la hora acordada, quizás para intentar relajarme y reconocer el terreno. Me senté en uno de los bancos, aún húmedos, de la Plaza de la República.
Por largo rato vi la gente pasar, preguntándome por qué estaba allí, esperándola, y traté de recordar por qué nunca me había respondido las cartas que le escribí en el colegio. No pude dar con ninguna respuesta convincente.
De lo poco que hablamos por internet supe que pololeó unas cuantas veces, se casó, tuvo un hijo, y no mucho después se separó.
Su soltería me alegró, aunque me puso insoportable frente al espejo mientras me probaba camisa tras camisa y trataba de peinarme decentemente.
Sigo enamorado, pensé, sentado ahí con mi mejor pinta, rogando para que el viento no me chasconeara demasiado.
Todo fue cosa de segundos, mi vista se perdió en una pareja de ancianos que cruzaba la calle y ni siquiera vi venir al pajarraco.
No atiné a mover ni un músculo y sentí, entregado a la fatalidad, como si me hubiera caído encima un chaparrón espeso y frío.
Iba a maldecir cuando apareció ella y me miró de la cabeza a los pies.
No sé por qué le pedí perdón y le dije que nos juntáramos otro día, que tenía que ir a cambiarme de ropa.
Ella se rió, se rió mucho y comenzó a limpiar mi camisa con pañuelos desechables. No te preocupes, me dijo, son las manchas del amor las únicas que nunca se borran.