Presentación de Aquilino Duque en la Universidad de Villanova, Aula Fray Luis de León, 29 de septiembre de 2010
Del poeta que hoy nos honra y nos va a deleitar con la belleza de sus versos, tuve yo noticia por vez primera en el verano de 1979, cuando, estando a mis quince años de edad jugando al toro con otros chavales del barrio en aquel ancho corralón de jazmines de la antigua casa de los Belmonte, en la calle Arcos, me mandó avisar mi madre que ya estaba la comida. Sentados a la mesa, en la televisión de Andalucía, hablaba Aquilino Duque de su nuevo libro, publicado en la colección Calle del Aire, de la editorial Renacimiento de Sevilla, colección que había inaugurado Rafael Alberti, y el título del libro de Aquilino, Aire de Roma andaluza, tomado de un famoso verso del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, no podía dejar de tener el máximo interés para un enamorado entonces de la poesía neopopular de Lorca y Alberti.
Un año o dos después, -no recuerdo con exactitud-, aparecía en el número cero de la revista “Fin de Siglo”, uno de los poemas que más he releído con serena emoción y deleite de cuantos se han escrito y que, durante los primeros años de mi juventud, constituía, junto al Adagio de Albinoni y los cabellos de mi primera novia movidos por la brisa de los puertos, la Trinidad del ideal de la belleza, la cual no pude entender nunca sin la melancolía de lo efímero de sus sensaciones. Aquel poema de Aquilino, “Café con espejos”, que él me ha prometido leer hoy, es para mí una de las cumbres de la lírica de todos los tiempos. Lo fue y lo sigue siendo. Así que mi juicio y mi convicción, no han cambiado a este respecto en treinta años.
No voy a repetir aquí lo que otros primero que yo han dicho sobre la poesía de Aquilino Duque, entre lo que me quedo con el prólogo de Pablo García Baena a El engaño del zorzal, porque, para un poeta, lo dice todo el aroma de una flor, sin preguntarnos por qué. Son muy convincentes y elogiosos de su poesía los acertados juicios de José Luis García Martín, y preciosas unas páginas que Fernando Ortiz le dedicara hace muchísimos años.
En el misterio con que perciben el mundo los ojos de Aquilino Duque -que nos hace llegar a sus lectores con una mirada recreando cuanto imagina o contempla-, un toque, un verso acaso, de la propia experiencia y sabiduría del autor, tiende un puente entre el yo lírico y el exterior admirado: la diversa maravilla de los paisajes y ciudades por las que ha pasado el viajero nato que es nuestro poeta: “Niebla del mar del Norte“, “La crecida” —del Tíber—, “Los laureles de Indias.”
No prescinden de esta poesía de imagen las evocaciones de artistas que conoció, a los cuales coloca en un bello marco natural o urbano con el que los asocia, o incluso recreativo de algún episodio histórico: “Rafael Alberti y el cine de una noche de verano”, “A Luis Cernuda, en el suelo de Méjico”, o “Estampa de Julio Mariscal, en el sitio de Cádiz”, tres evocaciones magistrales de tres maestros de nuestra poesía, como él mismo lo es, las cuales, junto con el soberbio “Epitafio a Juan Belmonte”, constituyen lecturas inolvidables del poco cultivado cuadro evocativo, que, sin embargo, logró muy altas cotas en toda la poesía del siglo XX.
Cuando el puente trazado entre el interior de la vivencia humana y la contemplación del paisaje exterior –urbano, pero, como desde el 27, casi siempre mezclado con la naturaleza- pasa a un plano que envuelve un conjunto total de la sociedad humana –la guerra, antes y después de su estallido, la juventud perdida que busca su antiguo rostro en los espejos, el misterioso amor de una dama fugitiva, la mirada del monarca, “feliz de que su pueblo pareciera feliz”, cuando todos estos elementos, digo, se unen en el poema “Café con espejos”, se ha logrado transcender el mundo artístico personal para formar parte de la conciencia colectiva, mas no solo patria, sino de toda la Europa y el Occidente, porque es, además, Aquilino Duque, uno de los poetas más cosmopolitas que hemos leído.
Hoy lo recibimos con todo nuestro cariño y aplauso.