En la duda, hay peligros, pero en la duda, también nace la fe. La duda existe, tiene que existir, porque el intelecto humano no puede tenerlo todo siempre arreglado y categorizado; nos reduce la posibilidad de comprensión infinita el hecho de estar obligados a vivir en el tiempo, limitados por la cantidad finita de experiencia y de reflexión que podemos llevar a cabo en el plazo de una sola vida.
El misterio, como fenómeno, como fascinación, como lujo, como enfoque para la consciencia e indicio de nuestras limitaciones, sale del estado incompleto de nuestro conocimiento del universo, y de la duda que nos tiene que acompañar para seguir aprendiendo. Pero ante el misterio, ante la duda, puede surgir una especie de vértigo, el sentimiento de pensar que o nosotros o el todo va a caer por falta de ideología comprensiva, por falta de cosmología inquebrantable.
El filósofo y poeta español, Miguel de Unamuno, comentó profundamente esta dinámica en su novela San Manuel bueno, mártir, hablando de un sacerdote que tiene que enfrentarse a la sospecha de un vacío metafísico, mientras trata de dar esperanza al pueblo. La paradoja es que para saber cómo es la fe, uno tiene que saber dudar, y elegir, confiar pero sin la rigidez que hace que nos rebelemos contra la evolución de nuestra realidad, a veces bastante frágil.
El fallo está en la obsesión que puede apoderarse de la mente de una persona harta de dudar, harta de no saber qué va a venir: la obsesión de buscar una solución absoluta, una cosmología inquebrantable, repleta de fórmulas que pronostiquen cualquier eventualidad. Es un fallo, porque no se puede vivir así; el universo material, esta vasta y hermosa composición de energía y espacio, necesita la diferencia para crear la física, los contactos finitos, los sentidos y la consciencia de los que desarrollamos una vida particular y las pasiones que ansiamos jamás perder.
Tomando en cuenta la duda (necesaria), el misterio (indicio de riqueza) y el vértigo (revés de la esperanza), podemos llegar a entender mejor de dónde sale la esperanza, y por qué no podemos justificar el abandonar un proyecto de 'dudar generosamente'. Digo 'generosamente' porque la duda tiene un fin productivo y regenerativo.
La duda —cuando fértil, hospitalaria, altamente conexa— nos hace aclarar las ideas, fondear en la autocrítica (que también es humildad y tolerancia), y evolucionar positivamente con nuestro medio ambiente, seguir en contacto con la esperanza y la afirmación de lo que se vive. El estado de ánimo de enfrentarse no con una duda feroz y tempestiva pero con la vastedad de lo desconocido, se puede llamar misterio.
En el misterio, radican los comienzos, lo que está más allá del recuerdo, más allá de un sistema de archivo y clasificación. Con tal de escapar ese juego purgatorio de las clasificaciones —siempre hasta un punto mortíferas e inexactas—, de ser momento sin pretensión, vuelve a existir vida en vida. O sea, la vitalidad surge dentro del compendio de misterios que se nos presentan como hechos sin raíces, seres ajenos, y que formulan mundos dentro de los que nos vemos y nos descubrimos.
La fe "ciega", así llamada y elaborada, es realmente una duda, porque su ceguera nace del estar convencida de que fondear en la fe la llevaría a una quiebra existencial... cosa que no es tener fe y que sólo puede basarse en una duda muy devota de si la fe puede o no puede ser, como tal.
Se dice que en el mundo "postmoderno" existe un vértigo, resultado de una desintegración de valores y una velocidad de cambio y de sucesión que no puede captar la mente humana. Ese vértigo crea a su vez una cultura altamente escéptica pero comprometida con la fe, de varias maneras tan tradicionales como novedosas e inesperadas.
¿Confiamos en las estructuras sociales? confiemos en las estructuras sociales? Sí, lo hacemos, pero sin saber nunca si es o no es lo debido. La familia "nuclear" sigue siendo el patrón social, pero con muchas variantes y un dominio menos hábil y menos relevante. Pero las comunicaciones globales van difundiendo nuevas estructuras hasta tal punto que es difícil seguir convencido de que el mundo de hoy ha llegado a ser "post-estructuralista"; realmente, esa vía intelectual, en cuanto a la sociología, es más un sentimiento que una cosmología, a entradas del siglo XXI.
Lo que sí es que ahora ya no sabemos de dónde precisamente vendrá la nueva estructura, la nueva y más luminosa fe, y entre una búsqueda vertiginosa de la confianza en la vida humana, como tal, en la sociedad y sus esperanzas, y la duda de si todo es, al final, sólo ficción y convención, vamos pintando territorios nuevos que tanto afirman como niegan ideas que antes hubieran sido antes claras que ciertas.
Como dice con elocuencia el poeta chileno, Gonzalo Rojas, "Nadie puede el océano": no somos capaces de fomentar tal inmensidad ni de comprenderla, de aguantarla toda en la mente, tal y como, sin fallos, en ningún momento dado. Nuestra finitud, nuestro "refinamiento" mortal y consciente, nos permite ver y elaborar ciertas realidades, pero acabar con todos los misterios a la vez, no.
Es por eso que tenemos los seres humanos tanto talento para la ciencia, para la filosofía, para imaginar seres más potentes que nosotros, porque el misterio nos conduce y porque ansiamos saber. Pero la naturaleza del misterio, y el regalo de riquezas tanto mundanas como espirituales que nos presenta la duda, como herramienta cerebral, nos da la paciencia para seguir aprendiendo, según nuestros talentos y nuestras circunstancias, fondeando en el misterio sin disolverlo, gozando de la vida sin maltratarla... y de ahí podemos imaginar cómo ha de ser el futuro de la humanidad, el núcleo de la civilización a estas alturas. [c]
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