1. Llegada, recuerdos y la búsqueda del centro Camino por el pasillo abierto que lleva hasta la puerta. Me recuerdo. Recuerdo sin fallo alguno el lugar y el sentido del lugar. Ver el mismo cactus, el encanto de las plantas que llueven sobre los muros, ver la casa, el umbral, la cara y bondad insondable de Gloria, que siempre cuidaba tan bien de mí en la época estudiantil... este re-encuentro significa una colaboración improbable con el fluír temporal. Cenamos y hablamos de literatura, de leyenda y de la verdad. Hablamos de ese espacio infinito que corre por entre los nudos y planicies de la biografía a medias. Entre una comida sin par y un discurso alargado y peregrino, buscamos ese terreno común que no fracasa, ese lenguaje de los que han compartido un tiempo cuyo ramaje no para de extenderse y dar vida.
Me encuentro entre planes, entre mundos, entre variados trayectos de un progreso incierto que se llama vida. El aire tenue y privado está repleto de fantasmas e ideales, preferencias, gustos, y todo lo demás que pueda trascender los cambios cotidianos de la vida. Este viaje se ha convertido en meditación sobre la coincidencia, la armonía, la mezcla exitosa de mundos ajenos que han llegado a poblarme las noches. Va aumentándose el paisaje, complicándose el tímido arco iris de la conciencia hasta que tenga uno delante el mosaico brillante de la sabiduría. Parece un sendero entre las trampas del mundo hecho y rehecho que nos rodea, este acercamiento a lo que haya sido en otro momento... de ahí, parece, realmente sale una sabiduría imprescindible, la ruta hacia el conocimiento del trasfondo metafísico de cada latido entre las sombras. Volver a una casa que me había suscitado tanta poesía, tantas ansias de explorar una cultura ajena, de adoptar raíces tardías en una tierra lejana, me puso en contacto directo con la inspiración de aquellos días más jóvenes. Podría aconsejar a mis lectores que en eso radica el verdadero placer del viaje: en el poder volver a un lugar que dio gusto, un hogar adoptivo, y en hacerlo re-encontrarse a sí mismo. Puede servir de bebida en el desierto; puede corregir los constrastes demasiado severos del hoy-por-hoy.
Tras unos días de bienvenido hundimiento barcelonés, tuve que volver a Madrid, a buscar a Lainey, en el aeropuerto, recién llegada del otro lado del mundo. Había estado en Filipinas con su madre y llegó destrozada por los días de incesante traslado. Chocamos con la circunstancia cuando nos perdimos al salir del Metro, y caminamos en círculos por el barrio de la Ópera. Tras llegar al hotel, un lugar económico pero limpio, bonito y fiable, con lugar céntrico, en la Gran Vía, pasamos por lo menos dieciseis horas sin salir a la calle. Creo que durmió casi todo ese tiempo, intentando recobrar sus fuerzas. Pasamos una tarde relajada en Madrid, cenamos bien, nos pusimos al día (después de tanto viajar) y planeamos el viaje a Toledo para el próximo día. Fue como un día en que buscamos el centro de nuestro mundo, una experiencia compartida que nos facilitaría ser equipo, comunidad infranqueable, pragmático, romanticista, durante las próximas semanas.
© 2001 Joseph Robertson |
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