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Luis Alberto Mancilla
Vol. 2, No. 1, Primavera 2010 : Cuento

Cuento para engañar a un nieto

No se hijito pero creo recordar que fue por los años de la revolución del 98 cuando tu bisabuelo ya había desaparecido en los archipiélagos australes no sabemos si naufragó en su goleta lobera o lo asaltaron los indios kaweskar. Ese año llegó un nuevo gobernador a la provincia, el gobierno de la unión conservadora había derrocado al presidente de la alianza entre radicales y liberales, y este señor designado por obra y gracia de las contiendas políticas nueva autoridad en la isla, llegó con lo puesto con una mano adelante y otra atrás, tapándose las criadillas y el culo, y en una actitud prepotente quiso barrer con todo rastro del antiguo gobierno.

En este pueblo la gente durante muchos años se dividió entre liberales y conservadores, radicales masones comecuras unos, y fariseos pechoños otros. El pecado de este nuevo gobernador fue querer de una plumada borrar las obras y el nombre del presidente aliancista, por eso mandó apresar  a las antiguas autoridades, y en un barco de la armada, amarrados con grilletes como vulgares delincuentes fueron embarcados al exilio. Pero colmó nuestra paciencia cuando decidió que aquella calle que mi abuelo bautizó con el nombre del presidente que habían derrocado en aquella revolución, debía llamarse de otra manera.
 No puede llevar el nombre de un descreído la calle de una ciudad católica, dicen que dijo el gordo gobernador.

Todos los conservadores pechoños empezaron a buscar nombres para rebautizar esa calle donde nuestra casa estaba al final, cerca de un barranco que caía abruptamente al mar. Eran dos cuadras que comenzaban en una esquina de la plaza de armas y no llevaban a ninguna parte. A los partidarios del nuevo gobierno se les ocurrió nombres santurrones, unos dijeron debe llamarse calle de San Cristóbal, protector de viajeros y navegantes, y propusieron colocar en su final una gruta faro indicando a los capitanes de barco que aquí estaba el puerto. En el club social conservador un borracho sugirió se llamara Santo Tomas de Aquí Nó, para nunca más por este pueblo se aparecieran los liberales, no faltó el campesino que dijo debe llamarse Santa Aguada protectora de las gallinas, y porque no San Porcino santo custodio de los cerdos ya que los jamones, después de las papas, era lo que más se exportaba al continente, y si la llamamos calle de San Bartolomé protector de los comerciantes y ladrones que no son otra cosa las nuevas autoridades contraatacó un liberal que por las inesperadas casualidades de la parranda estaba en el club social de los conservadores.

Un día cuando en el pueblo el olor a pejerreyes fritos se empantanaba en la humedad de las cocinas, desde un buque de guerra desembarcó el diputado conservador de la isla, nadie nunca supo quien lo había elegido, pero era nuestro diputado, don Filidoro Matte Echaurren, sobrino de arzobispo, hijo menor de un nieto del presidente de la republica, terrateniente benefactor de la santa madre iglesia. Elegante caballero de levita, bastón y sombrero, sonrisa de muchos dientes, peinado bigote y sombrero de copa. Acicalado y altanero subió por la calle principal, sin escuchar que era insultado por medio pueblo ni ver a una jauría de kiltros que a esa hora perseguía a una perra en celo. Los más exaltados tiraban boguiña de vacas y mierda de caballos, el señor diputado ingenuamente creía eran tortas de barro que ensuciaban a sus acompañantes quienes como perros dóciles lo protegían con paraguas abiertos en un día sin lluvia. Así subieron la empinada cuesta que es la calle principal del pueblo, calle bautizada con el nombre de un héroe de la nunca olvidada guerra del Salitre.
Al llegar a la plaza de armas, en la esquina donde comienza esta calle que esa vez iban a cambiar de nombre se había levantado un proscenio hecho de tablas y tablones, adornado con ramas de avellanos y banderas chilenas. Allí estaba la banda, el señor cura, las autoridades. La banda eran unos pocos músicos, los otros que en su mayoría eran liberales no asistieron por no estar de acuerdo con un acto contrario a sus ideales. Era una celebración motivada por el egoísmo conservador de no querer reconocer las obras de uno de los escasos presidentes de la alianza liberal que ha tenido este país. Los boy scout de pantalón corto y en mangas de camisa parda, estudiantes de la escuela franciscana, permanecían rígidos como militares, formados tiritando de frío esa mañana mientras las niñas de la escuela de las monjas, con calcetas blancas, falda azul, y largas trenzas; permanecían quietas bajo un cielo despejado de un otoño mientras a todo pulmón entonaban a coro: “Glorias al triunfo marcial que el pueblo chileno obtuvo en Yungay…”, y algunos curiosos campesinos fáciles de reconocer por sus gruesos ponchos de rustica lana nativa, y su timidez hereditaria, observaban un acontecimiento que no entendían porque causa estaba sucediendo.
Cuando el señor diputado tartamudeaba nervioso queriendo comenzar su discurso se escuchó el primer balazo, dicen salió desde el corredor del cuartel de bomberos. Allí numeroso publico miraba desde lejos un acto que para ellos no tenía significado, entonces, respondió la policía disparando contra quienes observaban este acto comunitario, y la gente escondida en los pilares del edificio de bomberos respondió a los disparos, y comenzó una balacera de ampárame señor mío.

Los asistente al acto, el tartamudo señor diputado, los dirigentes del partido conservador, los estudiantes, los escasos músicos, el señor cura y sus sacristanes con sus sotanillas blancas y sus crucifijos, el poco público, todos corrieron a esconderse entre los árboles de la plaza que en esos años parecía un bosque. Disparos iban y disparos venían, y los que estaban escondidos en las columnas del corredor del cuartel de bomberos disparaban contra quienes de cara al suelo permanecían tendidos en el pasto de la plaza, mientras los policías disparaban escondidos detrás de los troncos de los árboles. Nuestra casa estaba al final de esa calle que no sabíamos que nuevo nombre ahora tenía, y escuchábamos los estampidos, los gritos, los insultos, las amenazas. Y así estuvieron durante casi dos horas disparándose e insultándose unos a otros, y que tu madre y que la tuya, y que anda tu hermana por donde, y la tuya va también, una calumnia iba y otra regresaba. Lo increíble fue que nadie murió, ni resultó herido más que en su dignidad. Al atardecer los liberales se vinieron a nuestra casa y se atrincheraron en el jardín que da a la calle de nadie sabía que nombre tenía. Era un viernes, y al otro día, nadie llegó a molestarlos y fueron a buscar corderos y cerdos que faenaron en el patio trasero, y los músicos de la banda aquellos que no estuvieron en el acto de la plaza comenzaron a tocar música de baile. Alguien trajo vino y aguardiente, y amanecieron en una fiesta de celebración de una guerra que dijeron haber ganado.

Mis hermanas cantaron y bailaron para divertir a los hombres que habían ganado esa guerra por conservar el nombre de una calle que desde entonces fue conocida como la calle de la disputa; y cada sábado fue costumbre hacer bailes y comilonas de celebrar tan inolvidable acontecimiento, y llegaban niñas cantoras, y caballeros de sombrero, traje negro, reloj con cadena de plata, y todos bailaban no importaba si fueran liberales masones o pechoños conservadores, el mundo era uno y para todos, hasta el señor cura se aparecía por la casa una o dos veces al mes a dejar su bendición con alguna alegre niña. La orquesta amenizaba fiestas de buen bailar y mejor comer, y para que los parroquianos mejor ubicaran nuestra casa mi hermana mayor en la puerta de entrada colgó un farol, y desde entonces la casa fue conocida como la del farolito, y hasta un tango, que después hizo famoso una más famosa cantante de tangos y boleros; que dicen se llamaba Libertad Lamarque, y apareció cantándolo en una película. Aún recuerdo una estrofa de ese tango: “La casa vieja y su farolito sin auroras/ alumbrando el cansancio de las horas / oculta el dolor de un sueño muerto / entre las ruinas de un pasado incierto…”; y pasaron los años y llegó la amnesia que siempre trae el tiempo y la gente olvidó el acontecimiento que dio el nombre a esta calle que antes todos conocían como la calle de la disputa, y hoy hijito mío, esperanza de mi vejez, la gente ha confundido todo, y con muy mala intención dicen que esta es la calle de las putas.

Luis Alberto Mancilla, nacido en Castro, Chiloé, Chile, el año 1956, es Profesor de Matemáticas. Se inició en el trabajo literario como integrante del Taller Aumen. Ha publicado libros referidos a la cultura tradicional de Chiloé, Monografías en la revista Cultura de & desde Chiloé; y crónicas en el periódico de la ciudad. El año 2006 resultó ganador del concurso organizado por la Revista Patrimonio Cultural de la Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos de Chile; en el año 2007 con el conjunto de poemas: Los ojos bien cerrados o la Rabia Imaginaria obtiene mención especial en el Concurso Internacional Artífice de Loja, España.

También ha publicado en esta edición El museo de Eudulio Vera y La primera independencia de Chiloé.

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