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Ariel Pérez R.
Vol. 2, No. 1, Primavera 2010 : Ensayo

Poesía y Hermenéutica: Un diálogo con el poema “La vida nueva” de Raúl Zurita, desde los postulados de Hans-Georg Gadamer [1]

“Los poemas son como botellas arrojadas al mar...”
—Paul Celan

“(...) siempre hay alguien, este o aquel,
que encuentra el envío y lo recoge”.
—Hans-Georg Gadamer

El ejercicio de interpretación que se desarrolla en estas páginas no es otra cosa que un acto de escucha y habla; un diálogo franco entre la voz del poema La vida nueva, escrito por el poeta chileno Raúl Zurita en el año 1994 y el autor de este ensayo. Se trata de un intento de desciframiento, un des-ocultamiento del contenido de uno de los poemas herméticos más intensos que, a mi juicio, se han escrito en los últimos 20 años en el campo de la literatura en lengua hispana.

Breves consideraciones hermenéuticas:

A decir de Gadamer: “El poema no está ante nosotros como algo con lo que alguien quisiera decir algo, por el contrario, se yergue ahí en sí”.[2] La palabra poética se manifiesta ella misma en su decir; dicho de otro modo, se declara por completo. Un poema es lenguaje que no sólo significa, sino que es aquello que significa; un texto que se mantiene unido en sí mismo por medio del sentido y el sonido, y que cierra hasta la unidad un todo indisoluble. Lo que la poesía evoca por medios lingüísticos es, ciertamente, intuición, presencia, existencia; sin embargo, cada individuo que recibe la palabra poética y que dialoga con ella, encuentra un cumplimiento intuitivo propio. Gadamer explica que “todo interpretar de la palabra poética interpreta sólo lo que la misma poesía ya interpreta”.[3] En definitiva, ambos, poema e interpretación, se consuman en medio del lenguaje.

Este ejercicio de interpretación no pretende preguntarse por lo que el poeta Raúl Zurita haya querido decir. Pues, siguiendo los postulados de Gadamer, lo que el poeta haya querido decir no puede ni debe resultar vinculante para la interpretación hermenéutica. Desde esta perspectiva, ni Raúl Zurita como poeta, ni el interprete, poseemos legitimación propia, puesto que, como nos advierte Gadamer, “allí donde hay un poema, ambos quedan siempre rebasados por aquello que propiamente es”.[4] Es evidente entonces que, tanto poeta como interprete, terminamos subordinándonos a la palabra poética; al mundo construido dentro del poema.

Gadamer expone magistralmente su tesis respecto a la poesía en los siguientes términos: “(...) la obra de arte literaria tiene, más o menos, su existencia para el oído interior. El oído interior percibe la conformación lingüística ideal, algo que nadie podrá oír nunca. Pues la conformación lingüística ideal exige de la voz humana algo inalcanzable, y éste es precisamente el modo de ser de un texto literario.” [5]

Sí, todo acto interpretativo tiene limitaciones, las que el propio texto le impone. Al realizar este ejercicio interpretativo espero descifrar el contenido del poema La vida nueva, y si lo hago correctamente, habré encontrado su sentido. Es, por tanto, un intento de desciframiento, como si se tratara de signos de escritura que se han vuelto casi ilegibles; de ahí que a este poema lo haya calificado de hermético. Nadie que conoce este poema duda que algo hay en él; sin embargo, hay que ponderar muchos elementos, adivinarlos, comprenderlos; oírlos, en suma, para apropiarse de él.

Al fin y al cabo, no me queda más que hacer mi propio oficio, que consistirá, esencialmente en, “(...) a través de pensar, mostrar lo que es. Y mostrar lo que es, en el pensar, significa enseñar a ver algo que todos podemos llegar a ver y entender.” [6] Mi desafío será entonces, señalar una dirección.

A continuación expongo el texto del poema en toda su extensión:

“Como una vergüenza que yo tenía empecé a soñar,
miré sí, soñé que estaba acurrucada contra la
pared igual que una india chamana y que una
gran cantidad de gente me rodeaba mirándome y
yo toda sola, muerta de vergüenza, trataba de
cubrirme. Iba a parir, y mi terror era qué
hacer para cortarle el cordón a la guagua cuando
ella saliera. Cada vez más encogida ya no sabía
dónde poner la vista, y lo único que quería era
hacerme más chica y más chica para desaparecer
de los ojos que me observaban. Parí. Entonces
le tomé el cordón con la boca y lo corté
mordiéndolo. Creí que todo había pasado, pero
detrás venía otra pujando. Cuando ya estaba
afuera también le corte el cordón con los dientes.
Pero todavía venía una más y detrás de esa otra;
y luego otra y otra y otra más, que igual parí,
una por una, rebanándoles el colgajo a
mordiscos. Entonces me fui para adentro y me
vi entera las entrañas. Me veía como por una
ventana transparente, toda por dentro me miré
y allí estaba el cordón umbilical colgando,
igual que una tripa, cortado, goteando sangre.”

La voz de la vida nueva (ejercicio interpretativo):

El poema se nos abre como una alegoría; un conjunto de imágenes míticas construidas en torno a la figura de una mujer y a la escenificación de su parto. Es el yo poético femenino el que habla, el que refiere desde su mundo onírico, la figura de una india chamana que “muerta de vergüenza” (como lo expresa el poeta), va pariendo una a una sus guaguas. Pero ¿quién es esa voz de mujer; ese yo poético femenino que dice y sueña en primera persona y que se desdobla en una india chamana para recrear el mito fundacional del alumbramiento? Para descifrarlo se hace necesario recurrir a las metáforas del tiempo y a la interpretación de la cábala, pues, como iremos descubriendo en el transcurso del poema, éste no sólo está estructurado sobre la base de tres momentos sucesivos, planos secuenciales o temporalidades, sino también, el mito del alumbramiento se repite secuencialmente siete veces. El tres y el siete. En la cábala, el tres representa la convicción de que nada puede limitar a lo que contiene el Todo, es el equilibrio dinámico que fragmenta interiormente la unidad en tres momentos: la pasividad, la actividad y la unión o el resultado de los otros dos. Simboliza lo activo sobre lo pasivo, el orden interior de toda creación, pero también el equilibrio necesario entre el cielo, la superficie de la tierra y su interior, “mundos” descritos por Dante Alighieri no sólo en su Divina Comedia, sino también en el poema la Vita nouva, del cual Zurita saca el nombre para nombrar su propia creación: La vida nueva.

Mencionemos pues los tres momentos en los que se divide el poema: El primero, el de la referencia al presente directo que nos sitúa en el ahora y que nos plantea una suerte de primer plano temporal; el segundo, que relata la odisea de los siete alumbramientos; un mundo onírico narrado desde el yo poético, momento de intensidad suprema en el que la acción va cobrando vigor en ritmo y profundidad, tal como lo señala la cábala; y, el tercero, un momento de profundo recogimiento, una suerte de viaje interior o de retorno al origen, es decir, el momento de la unión; un volver a la unidad.

Así, el primer momento estaría representado por el siguiente fragmento, que es, precisamente, el que abre el poema:

“Como una vergüenza que yo tenía empecé a soñar,
miré sí, soñé...”

Advirtamos que el yo poético, hasta aquí, es indeterminado; es decir, no existe ninguna referencia al género de quien habla. Indiscutiblemente nos encontramos en un primer plano temporal. Es alguien que está en un estar-ahora-pasivo. Nada se nos dice sobre dónde se encuentra; sin embargo el yo nos “relata”; nos cuenta un acontecimiento: “empecé a soñar, miré sí, soñé...” Una acción que, si bien es acción en el sentido lato del término, se realiza desde la pasividad de lo silencioso e indeterminado. Un sólo dato se nos revela: la acción que se efectúa desde la pasividad, se la realiza con la mediación de un sentimiento contenido: la vergüenza: “Como una vergüenza que yo tenía empecé a...” ¿Pero qué es lo que nos dice esta vergüenza? Quien nos habla, es alguien que tiene una suerte de ensimismamiento, un sentimiento contenido que, llegado el momento – este momento –, se desborda, actuando como una suerte de detonante de la acción que se viene: el sueño. Advirtamos, también, que la acción de soñar se nos presenta estrechamente vinculada (casi en una relación sinonímica) con la acción de mirar “(...) empecé a soñar, miré sí, soñé...” Aquí, mirar, más que un mirar en el sentido externo del término, se refiere al acto de “ver”, es decir, al verbo. Y aquí se hace necesario hacer un paréntesis: todos lo verbos indican acción, pasiones, operaciones con un sentido simbólico inmediato que derivan de la simple transposición al plano espiritual de su significación material o directa. Así, ver, simboliza el acto de ver desde y con el espíritu; penetrar con la imaginación a un mundo –que no es éste –, desde otro mundo, que es éste.

El segundo momento estaría conformado por el siguiente fragmento:

“(...) estaba acurrucada contra la
pared igual que una india chamana y que una
gran cantidad de gente me rodeaba mirándome y
yo toda sola, muerta de vergüenza, trataba de
cubrirme. Iba a parir, y mi terror era qué
hacer para cortarle el cordón a la guagua cuando
ella saliera. Cada vez más encogida ya no sabía
dónde poner la vista, y lo único que quería era
hacerme más chica y más chica para desaparecer
de los ojos que me observaban. Parí. Entonces
le tomé el cordón con la boca y lo corté
mordiéndolo. Creí que todo había pasado, pero
detrás venía otra pujando. Cuando ya estaba
afuera también le corte el cordón con los dientes.
Pero todavía venía una más y detrás de esa otra;
y luego otra y otra y otra más, que igual parí,
una por una, rebanándoles el colgajo a
mordiscos.”

Es en este segundo momento cuando se nos revela el yo poético en su género. Es la voz de una mujer quien nos habla, es un yo femenino. Esta constatación cobra particular significación al momento de reparar en que la mano que escribió este poema es masculina. Estamos pues, frente a un desdoblamiento, un acto de reconocimiento de que sólo desde lo femenino es posible hablar (decir-relatar) el mito fundacional de la creación. ¿No es acaso este reconocimiento, un reconocimiento fáctico de la dualidad, esa complementariedad indisoluble que existe entre lo masculino y lo femenino; la totalidad? Pues bien, la voz poética indeterminada del primer momento, se nos devela aquí como una entidad “igual que una india chamana”. Es ella quien toma la palabra para relatarnos, testimoniar su parto. Es ella quien consuma el rito y quien, en definitiva, le da sentido al poema. ¿Pero por qué una india chamana?, ¿Qué se esconde en este personaje? Para nadie es desconocida la gran fuerza simbólica y mítica que representa el chamanismo en nuestro continente indoamericano. Es la dimensión mágica que entra en escena. Es ella, que con sus poderes y saberes que le han sido conferidos por la naturaleza (nuestra naturaleza) y sus ancestros, nos hace vivir el mito fundacional de la creación; pero no de cualquiera, sino la de la nuestra.

La india chamana –nuestro yo poético– está acurrucada contra una pared, tratando de cubrir su cuerpo ante una gran cantidad de gente que la rodea y la mira, y; sin embargo, sola: “(...) estaba acurrucada contra la pared igual que una india chamana y (...) una gran cantidad de gente me rodeaba mirándome y yo toda sola, muerta de vergüenza, trataba de cubrirme”. Encontramos aquí una india chamana indefensa, casi acorralada por quienes la miran; descubierta. ¿Acaso podría haber una imagen literaria, una escenificación más precisa del momento del “Descubrimiento de América”, que ésta? ¿Acaso quienes la miran no representan al Otro, a ese otro extranjero, un otro yo, incapaz de dialogar, de asombrarse, de conmoverse ante la desgarradora escena?

Y ahí aparece nuevamente una referencia a la vergüenza, pero esta vez su significado es claro, aunque binario. Por una parte hace referencia al pudor frente al otro desconocido del cual la india chamana quiere ocultarse, cubrirse con el propósito de proteger su humanidad, pero también y, simbólicamente, a ese acontecimiento tan íntimo y propio, casi virginal, como es el del alumbramiento. Sin embargo, esta no es la única connotación de vergüenza a la que hace referencia esta mujer india. En el mundo mítico, al cual pertenece la alegoría que se encuentra contenida en este poema, existe un pasaje, una transición fundamental que alude a la desaparición de la mujer una vez cumplida su misión maternal y también a la “muerte” de la virgen como tal para dar paso a la madre; sin embargo, en ambas connotaciones, la vergüenza aparece como mediadora: en la primera aseveración, mediando el espacio íntimo y propio de la india chamana con el de los otros, el de los que miran, entre un adentro y un afuera; y en la segunda aseveración, mediando temporalmente entre lo virginal y lo maternal, entre un antes y un después.

Pero la india no sólo tiene vergüenza, sino también miedo. Miedo de no saber qué hacer para cortarle el cordón a su futuro bebé cuando éste nazca: “(...) mi terror era qué hacer para cortarle el cordón a la guagua cuando ella saliera”. Estamos, pues, ante una madre inexperta, con temor ante lo desconocido. ¿De qué otro modo podría sentirse un “continente nuevo” que está a punto de parir a sus hijos? El futuro incierto desconcierta a la chamana, la atemoriza. Mientras la mirada de los otros es persistente y punzante; la suya, por el contrario, es frágil. No sabe dónde mirar, dónde poner la vista: “(..) no sabía dónde poner la vista, y lo único que quería era hacerme más chica y más chica para desaparecer de los ojos que me observaban.” No se trata de un mutuo mirarse, de una relación simétrica entre la india y los observadores; por el contrario, la desproporción es enorme. Por un lado hay una suerte de mirar perdido, conscientemente perdido: el de la india chamana que no quiere ver al otro, o más precisamente, que no quiere ver cómo los otros la miran, y por el otro lado, una gran cantidad de gente que la observa, violando así, no sólo su espacio vital, sino que, además, la necesaria intimidad para tener su parto: “(...) una gran cantidad de gente me rodeaba mirándome y yo toda sola...” Fijemos nuestra atención, ahora, en el proceso continuo de ensimismamiento que nos relata el yo poético, una suerte de implosión continua, que aparece reiteradamente descrita en diferentes momentos del poema, pero que comienza a hacerse evidente en este momento: “Cada vez más encogida (...) lo único que quería era hacerme más chica y más chica para desaparecer ante los ojos que me observaban.” Nótese aquí que no se trata de un simple ensimismamiento, más bien estamos frente al inicio de un viaje hacia un adentro; hacia “su” adentro, tal como lo describe en el siguiente fragmento, mismo que analizaré más adelante: “Entonces me fui para adentro y me vi entera las entrañas.”

El viaje. El viaje hacia dentro. Esta metáfora, recurrente en la literatura universal y en el mundo mítico, no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo. El verdadero viaje no es nunca una huída o un sometimiento, como podría suponerse, sino más bien, una evolución esencial; una búsqueda espiritual; un retornar a la madre, que, en el caso de la india chamana, es ella misma (la representación del símbolo de la Pachamama o madre tierra del mudo andino). Nos encontramos, pues, ante la imagen de la Madre Tierra, un continente indoamericano que, en su representación femenina (la india chamana), y ante el embate del otro (el ajeno, el que mira), comienza a mirarse, a viajar hacia su interior en la búsqueda de su “purificación”.

Ocupémonos ahora del parto. El texto nos habla de un nacimiento múltiple y desenfrenado, es el momento de mayor intensidad en el poema. La mujer india se ve sorprendida, tal como lo refiere este fragmento: “Parí. (...) Creí que todo había pasado, pero detrás venía otra pujando. (...) Pero todavía venía una más y detrás de esa otra; y luego otra y otra y otra más, que igual parí, una por una...” Pero ¿por qué este asombro? La fuerza del parto es de tal intensidad, que ni siquiera ella misma imagina lo que se estaba gestando en su vientre. No es una, sino siete las guaguas que nacen. Sin embargo, esta referencia al siete no es casual. Anotemos que en la cábala este número representa el orden necesario, es el número sustantivo del cielo y de la tierra, la potencialidad máxima del ser, el símbolo de la transformación. Ahora sí, las siete guaguas cobran sentido. Lo que se estaba germinando en el vientre de la india chamana era el cambio: la transformación. Más no una transformación cualquiera, sino una que se sustenta en una búsqueda hacia el interior, en el interior del “sí misma”, o lo que podríamos interpretar, también, como una búsqueda “de nuestras propias raíces”. Lo que nace, por tanto, no son sólo guaguas, sino, la potencialidad de Ser.

En el poema, el nacimiento de las siete guaguas va acompañado de siete mordiscos: “Parí. Entonces le tomé el cordón con la boca y lo corté mordiéndolo (...) Cuando ya estaba afuera también le corté el cordón con los dientes (...) una por una, rebanándoles el colgajo a mordiscos.” La referencia a lo propio es clara, nada ni nadie externo le corta el cordón a las guaguas, es la india chamana quien, con sus propios dientes, realiza el rito. Este acto es profundamente significativo, puesto que se trata de cortar toda forma de ligadura, de romper la conexión esencial, y, por lo tanto, de un desprendimiento sublime de la madre, un acto de amor inconmensurable. Es, en definitiva, un “dejar ir”. Así, las siete guaguas ya tienen vida propia, cada una de ellas recorrerá su propio camino, o mejor dicho, cada una de ellas, es, en sí misma, un nuevo camino: la vida nueva.

El tercer momento estaría conformado por el siguiente fragmento:

Entonces me fui para adentro y me
vi entera las entrañas. Me veía como por una
ventana transparente, toda por dentro me miré
y allí estaba el cordón umbilical colgando,
igual que una tripa, cortado, goteando sangre.

El fragmento comienza con la referencia al viaje –del cual ya hemos hablado–: “Entonces me fui para adentro y me vi entera las entrañas”; sin embargo, lo más importante aquí, más que el viaje en si mismo, es el momento en el que se encuentra éste y la visión que tiene la india chamana: Se trata de una llegada, de la culminación de un recorrido, a través de un camino que está en ella misma, que es ella misma. Aquí, la autoreferencia representa un papel primordial, se trata de un autoreconocimiento, de un encontrarse consigo misma. La imagen en clara y poderosa: “(...) toda por dentro me miré y allí estaba el cordón umbilical colgando, igual que una tripa, cortado, goteando sangre.” Es la propia imagen de sí la que se repite. Es el religare, el retorno a sí mismo. Empero, la visión interna de la chamana no es directa, nótese que está mediada por una ventana transparente: “Me veía como por una ventana transparente...”. Curiosa imagen y a la vez determinante. La ventana, en el mundo mítico, representa la conciencia, especialmente cuando está asociada al cuerpo. Por constituir un agujero, expresa la idea de penetración, de posibilidad, de lontananza. Estamos, pues, ante la representación evidente de aquello que los místicos describen como “haber logrado el despertar de la conciencia”.

Y es aquí, en este preciso instante, en el exacto final del texto, cuando por vez primera se menciona aquello que ha estado presente a lo largo de todo el poema, pero que, sin embargo, no se lo ha nombrado: me refiero a la “sangre”, “(...) allí estaba el cordón umbilical colgando, igual que una tripa, cortado, goteando sangre”. Y no podía ser de otro modo, la sangre y el color rojo se expresan mutuamente: las cualidades pasionales del rojo infunden su significado simbólico a la sangre. En la sangre derramada vemos el símbolo perfecto del sacrificio. Es la ofrenda de la india chamana a los espíritus y a los dioses. Es la Madre Tierra que se ha redimido. El rito cósmico se ha consumado.

 

Notas

[1] Publicado en 2005 en www.letras.s5.com, página chilena de cultura, dirigida por Luis Martínez, y en www.emptor.de

[2] Gadamer, Hans – Georg. Estética y hermenéutica, p. 113.

[3] Gadamer, Hans-Georg, Estética y hermenéutica, p. 79.

[4] Op.cit p. 79.

[5] Gadamer, Hans-Georg, ¿Quién soy yo y quién eres tú?, p. 190.

[6] Op.cit p. 74.

 

Textos consultados

Cirlot, Juan Eduardo, Diccionario de símbolos, Ediciones Siruela, España 1997.

Gadamer, Hans-George, Estética y hermenéutica, Editorial Técnos, Madrid 1998.

______ Verdad y Método, Tómos I y II, Ediciones Sígueme, Salamanca 1992.

______ Hermenéutica de la Modernidad. Conversaciones con Silvio Vietta, Editorial Trotta, S.A., Madrid 2004.

______ ¿Quién soy yo y quién eres tú?,Editorial Herder S.A., Barcelona 1999.

Zurita, Raúl, La vida nueva, Editorial Universitaria, Santiago 1994.

Ariel Pérez R., de nacionalidad chilena, radica en Bolivia desde 1983. Poeta, y ensayista, ha publicado los poemarios: ¿Quién cortó las araucarias? (1985), El último apaga la luz (1991), Decían los encuentros (1994), Muerte Irregular (1995), Al sur de las nubes (1998), Cantos de agua (2003), Algo sin sombra (2007) y Palabras de la nada (2010).

El año 1994, fundó junto a los poetas bolivianos Juan Carlos Ramiro Quiroga y Garhy Daher el grupo literario Club del Café y del Ajenjo. Producto del trabajo realizado por el grupo, en el año 1995 se publica el libro colectivo de ensayos y poemas Errores compartidos, y la revista de poesía Mal menor (1996).

Sus poemas, ensayos literarios han sido publicados en varias revistas especializadas y antologías en el ámbito latinoamericano. En el año 2007 ha sido reseñado por el periodista Elías Blanco, en el libro: Chilenos en la Cultura Boliviana, como uno de los personajes más destacados en los últimos 20 años, en el ámbito de la integración cultural entre Chile y Bolivia.

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