Federico García Lorca:
Poeta en Nueva York y/o Nueva York en el poeta
He dicho “un poeta en Nueva York,”
y he debido decir “Nueva York en un poeta”.
Federico García Lorca, como bien se sabe, fue brutalmente asesinado cuatro años antes de publicarse su Poeta en Nueva York en 1940. No obstante, durante los años treinta, recién vuelto de la metrópolis norteamericana, el poeta granadino hizo algunas declaraciones sobre su poemario en entrevistas, conferencias y recitales que realizó en España, Argentina, y Uruguay, a las cuales siguen adhiriéndose, quizás demasiado literalmente, algunos críticos. En una entrevista de 1931, apenas un año a su vuelta de Nueva York, el poeta granadino declara: “Fuera del arte negro, no queda en los Estados Unidos más que mecánica y automatismo “ (O C, III, 502). En otra entrevista de 1933 afirma: “La influencia de Estados Unidos en el mundo se cifra en los rascacielos, en el jazz y en los cock-tails. Eso es todo. Nada más que eso. Y en cock-tails, allá en Cuba, en nuestra América, hacen cosas mucho mejores que los yanquis” (O C, III, 513). Aún en una tercera entrevista de 1936, pocos meses antes de su muerte, el poeta granadino reitera: “Nueva York es terrible. Algo monstruoso. A mí me gusta andar por las calles, perdido; pero reconozco que Nueva York es la gran mentira del mundo. Nueva York es el Senegal con máquinas” (O C, III, 675).
Aunque, desde luego, constituiría un grave error dudar de la sinceridad de estas declaraciones precisamente en los momentos y contextos en que Lorca las pronunció, estaríamos no menos equivocados, a mi juicio, limitar la perspectiva del poemario neoyorquino exclusivamente a las protestas de un poeta-viajero ante lo que presumía fuera una grotesca civilización urbana, erigida por el rubio norteamericano, según lo denominaba el poeta andaluz. Muy al contrario, un análisis crítico del poemario lorquiano verifica, ya sin lugar a dudas, la presencia de múltiples voces poéticas, cuyo colectivo perspectivismo lírico trasciende las circunstancias históricas en torno a la composición de Poeta en Nueva York, para abordar temas tan universales como la angustia, la alienación, la perdición moral y el desamor, los cuales definen la condición del hombre moderno y que lo mantienen atrapado en una prisión existencial construida, trágicamente, por sus propias manos. No nos debería sorprender, además, que sería el mismo Lorca quien cualificaría las antedichas observaciones en la lectura-recital que dio sobre su poemario y en la cual insistiría el poeta granadino en dicho multiperspectivismo lírico:
He dicho “un poeta en Nueva York”, y he debido decir “Nueva York en un poeta” (…). No os voy a decir lo que es Nueva York por fuera, porque juntamente con Moscú son las dos ciudades antagónicas sobre las cuales se vierte ahora un río de libros descriptivos, ni voy a narrar un viaje, pero sí mi reacción lírica con toda sinceridad y sencillez; sinceridad y sencillez dificilísimas a los intelectuales, pero fáciles al poeta. (O C, III, 347-348)
Más allá del deslumbre del poeta-viajero ante la piedra levantada de los rascacielos o la chocante angustia provocada por el crac económico de 1929, el yo poético aspira a solidarizarse con el hombre universal: con el negro marginado por el racismo, el homosexual alienado por “el desamor ” y la discriminación, y el creyente que ha sentido su fe traicionada por una institución religiosa corrupta e indiferente al sufrimiento mundial . Es más. Más allá de representar Poeta en Nueva York cierta continuación --y no ruptura temática-- de la previa producción lírica y dramática lorquiana, estos mismos motivos insinúan cierta crisis de que sufría el poeta granadino previamente a su llegada a Nueva York y la cual le impulsaba a salir de España a todo costo. Esto, en efecto, viene corroborado en numerosas correspondencias a amigos y colegas, en las cuales el poeta granadino hace constante referencia a dicho trauma justo antes de emprender su viaje transatlántico. En una carta de agosto de 1928 dirigida a Sebastià Gasch, el poeta granadino hace explícita referencia a una gran crisis de índole sentimental (Epistolario, 575-576). Parece poco dudoso que al especificar Lorca el aspecto “sentimental” de esta crisis se refiera al espinoso tema del “amor oscuro” y a la íntima relación que había tenido el poeta granadino con el escultor Emilio Aladrén Perojo. En otra carta a José Antonio Rubio Sacristán, del mismo agosto, el poeta granadino repite su referencia a dicha turbulencia sentimental pero ahora dentro del contexto de las consecuencias profesionales que provocaría, al confesar:
Queridísimo José Antonio: He atravesado (estoy atravesando) una de las crisis más hondas de mi vida. Es mi destino poético…Ahora me doy cuenta qué es eso del fuego de amor de que hablan los poetas eróticos y me doy cuenta, cuando tengo necesariamente que cortarlo de mi vida para no sucumbir. Es más fuerte de lo que yo sospechaba. Si hubiera seguido alentándolo, habría acabado con mi corazón. Tú nunca me habías visto más amargo, y es verdad. Ahora estoy lleno de desesperanza. Sin ganas de nada, tullido. Esto me hace sentir extraordinaria humildad. Veremos a ver si mis versos consiguen lo que deseo, veremos a ver si al fin corto las terribles amarras y vuelvo yo con mi alegría, a mi alegría vieja, coraza contra la amargura. (Epistolario, 572-573)
Irónicamente esta crisis se agrava aún más a causa del inesperado y verdaderamente extraordinario éxito del Romancero gitano, en la misma época de 1928, al ir asociando el público --y algunos críticos-- a Lorca con el mito de la gitanería. En otra carta que escribe a su amigo, poeta y confidente, Jorge Guillén, confiesa el poeta granadino:
Querido Jorge: Me va molestando un poco mi mito de gitanería. Confunden mi vida y mi carácter. No quiero de ninguna manera. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además el gitanismo me da un tono de incultura, de falta de educación y de poeta salvaje que tú sabes bien no soy… (Epistolario, 414)
Por otra parte, la singular popularidad del Romancero gitano no haría ninguna gracia a Salvador Dalí, y menos a Luis Buñuel, cuyas severas críticas del poemario, rayando en la crueldad, constituirían los dos golpes decisivos que provocarían la profunda depresión del poeta granadino, la cual acosaría a Lorca durante la mayor parte de su estancia en Norteamérica:
Ayer me escribió una carta muy larga Dalí sobre mi libro…Carta aguda y arbitraria que plantea un pleito poético interesante. Claro que mi libro no lo han entendido los putrefactos, aunque ellos digan que sí. A pesar de todo, a mí ya no me interesa nada o casi nada. Se me ha muerto en las manos de la manera más tierna. Mi poesía tiende ahora otro vuelo más agudo todavía. Me parece que un vuelo personal (Gibson, I, 569)
Los ataques de paranoia a Federico habían culminado hasta tal punto que apenas llegado a Nueva York el poeta granadino entrega un misterioso paquete de 53 folios al famoso poeta norteamericano, Philip Cummings, con instrucciones de quemar los papeles después de diez años si el poeta español no los reclamaría. Philip Cummings los quemaría después de 30 años pero no antes de darnos una revisión general del contenido, cuyos folios exponían, según Cummings, “una amarga y severa denuncia de gente que estaba tratando de acabar con él y su poesía e impedir que fuera famoso” (Lorca-Dalí, 269); entre estos nombres, como sería de esperar, se incluían los de Salvador Dalí y Luis Buñuel. No resulta nada fortuito, además, que justo antes que Lorca huye a Nueva York, Dalí y Buñuel se han juntado en París, en abril de 1929, para montar la famosa película surrealista Un perro andaluz. Convencido Lorca de que dicho proyecto iba dirigido contra él, declararía confidencialmente a Ángel del Río en Nueva York: “Buñuel ha hecho una mierdesita así de pequeñita que se llama Un perro andaluz y el perro andaluz soy yo” (Gibson, I, 588).
Ahora bien, tomando en cuenta lo antedicho, resultaría razonable llegar a ciertas inevitables conclusiones: admitir, en primer lugar, cierto multiperspectivismo lírico en los poemas neoyorkinos basado en una caprichosa confluencia de crisis que sufren simultáneamente el Poeta y la Ciudad; es decir, la una psíquico-profesional que le acompaña al poeta granadino en su viaje transatlántico, socio-económica y colectiva la otra , pero cuyo alcance en el poemario, insisto, trasciende el espacio y tiempo inmediatos para aplicarse universalmente a la colectividad humana inmersa en su agonía existencial. Habría que resistir, en segundo lugar, la tentación por parte de algunos críticos y amigos de Lorca, Rafael Alberti entre ellos, a simplificar la cuestión al opinar que Poeta en Nueva York fuera poco más que el poemario de un “poeta solitario…perdido entre los muelles, avenidas y rascacielos, volviendo con nostalgia y angustia a su pequeña habitación en Columbia University” (Maurer, Poet in New York, xii). Muy al contrario, el corpus entero de la correspondencia que Federico mandó a su familia desde Nueva York desmiente rotundamente tal realidad. La pura verdad es que en Nueva York Lorca se veía constantemente rodeado de amigos de España; entre ellos Ángel del Río, Federico de Onís, ambos catedráticos en aquella época en Columbia University, el poeta León Felipe, José Camprubí, el director de La Prensa y suegro del gran poeta Juan Ramón Jiménez, y el pintor Gabriel García Maroto. Entre los norteamericanos con quienes Federico recorría las calles y acompañaba al teatro, a los clubs en Harlem, o bien, a las interminables fiestas auspiciadas por aquellos ricos rubios norteamericanos había el editor, Herschel Brickell, la periodista y traductora Mildred Adams, y el antedicho poeta norteamericano Philip Cummings, quienes Lorca ya había conocido en la Residencia de Estudiantes. Este último, además, le pagó el pasaje a Lorca para que pasara una temporada en la casa de verano que la familia tenía en Eden Mills, Vermont. Lorca, incluso, incorporaría esta experiencia en dos exquisitos poemas neoyorquinos titulados “Poema doble del lago Edén” y “Cielo vivo”. Valgan las siguientes ilustraciones epistolares de Lorca a sus padres para confirmar la evidente discrepancia tonal entre el yo lírico que camina desolado en el poemario y el yo histórico entusiasmado por su aventura norteamericana. En la primera de las catorce cartas a su familia, de fecha, viernes, 28 de junio de 1929, Lorca escribe:
El viaje por mar ha sido prodigioso…y la mar no se ha movido en los seis días. Han sido seis días de sanatorio…La llegada a esta ciudad anonada, pero no asusta. A mí me levantó el espíritu ver cómo el hombre con ciencia y con técnica logra impresionar como un elemento de naturaleza pura. Es increíble. El puerto y los rascacielos iluminados confundiéndose con las estrellas, las miles de luces y los ríos de autos te ofrecen un espectáculo único en la tierra. París y Londres son dos pueblecitos, si se comparan con esta Babilonia trepidante y enloquecedora. (Maurer, 35)
En la décima de las catorce cartas que escribe a su familia, fechada el 21 de octubre de 1929, no cambia sustancialmente su tonalidad, sentido del humor e, incluso, el espíritu aventurero del poeta granadino:
Se necesita vivir varios meses para comprender al fin el plano de New York y su grandeza, insospechada en los primeros días…El otro día tuve al fin mi primera pérdida en la ciudad… me dediqué a buscar las estaciones de metro o de ferrocarril elevado. Pero las que encontraba no eran las que me convenían, y me hubiera enredado más aún. Entonces tuve cierta angustia, cierta sensación de estar en el bosque virgen o en una isla de otro planeta que no era el mío. Yo no quería preguntar a nadie. Basta que hubiese preguntado a un policía para que éste me hubiese indicado…pero al fin no tuve más remedio. Pregunté a unas señoras que pasaban, en inglés, y ellas me dijeron, ¡oh sorpresa!: “Venga con nosotras, que llevamos el mismo camino,” en español correctísimo. Eran dos coruñesas ricas que viajaban y estaban visitando New York… (Maurer, 75-76)
En la última correspondencia, de enero de 1930, Lorca describe para su familia la solemnidad e intimismo de la celebración de la noche buena en casa de Onís, en compañía de José Antonio Rubio y el matrimonio Del Río, junto con el gran crítico italiano Prezzolini, para luego marcharse apresuradamente, Lorca, a otra celebración en casa de Brickell, con el árbol de Noël y el obligatorio intercambio de regalos, etc. Termina el poeta granadino su última carta refiriéndose a su entusiasmo en torno a la composición de su poemario y ante sus últimas impresiones de Nueva York:
Yo trabajo bastante. Escribo un libro de poemas de interpretación de New York que produce enorme impresión a estos amigos por su fuerza. Yo creo que todo lo mío resulta pálido al lado de estas cosas que son en cierta manera sinfónicas como el ruido y la complejidad neoyorquina
(Maurer, 85-87)
Dirijamos nuestra atención al poemario mismo, para verificar la presencia de las consabidas tres voces líricas que emplea el poeta granadino. El entusiasmo casi infantil que respiran las antedichas epístolas lorquianas no podría contrastar más, desde luego, con la desolación, alienación y desamor existenciales expresados por el yo del poeta-visitante ante la frialdad matemática, pedregosa impenetrabilidad y arquitectura babilónica de aquella metrópolis. Los siguientes versos pertenecen al poema “New York” (Oficina y Denuncia)”, localizado en la séptima de las diez secciones que constituyen Poeta en Nueva York, y cuyo título, significativamente, es “Vuelta a la Ciudad”:
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna;
un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
He venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra. (O C, I 517)
En el poema titulado “Aurora,” colocado en la tercera sección del poemario, titulada “Calles y sueños,” se repite el tema pero ahora con una angustia lírica mucho más profunda y penetrante:
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre. (O C, I, 485)
No obstante, en otros poemas la antedicha visión por fuera viene sustituida por una segunda voz lírica de mayor trascendencia universal, y así forzando el traspaso de la perspectiva externa, el peso físico y presencia inmediata de la ciudad a segundo término. También cabe realzar, desde luego, el punto de referencia temporal y los consabidos recuerdos psíquico-sentimentales que han venido acosando al yo poético desde momentos muy anteriores a Nueva York. Una clara ilustración sería el poema titulado “1910” (Intermedio),” que constituye el segundo poema de la primera sección del poemario, titulada “Poemas de la soledad en Columbia University”. He aquí el poema entero por ser relativamente breve:
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
no vieron enterrar a los muertos,
ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada,
ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.
Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,
en el seno traspasado de Santa Rosa dormida,
en los tejados del amor, con gemidos y frescas manos,
en un jardín donde los gatos se comían a las ranas.
Desván donde el polvo viejo congrega estatuas y musgos,
cajas que guardan silencio de cangrejos devorados
en el sitio donde el sueño tropezaba con su realidad.
Allí mis pequeños ojos.
No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su curso encuentran su vacío.
Hay un dolor de huecos por el aire sin gente
y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo! (O C, I, 448)
Al asumir su tercera voz o, mejor dicho, máscara lírica, el poeta granadino cambia la perspectiva del “yo” a la de “nosotros” con el explícito propósito ahora de solidarizarse con la colectividad humana en su consabida condición existencial. Se trata ahora del poema “Panorama ciego de Nueva York,” ubicado en la tercera sección del poemario, de título “Calles y sueños”. Por ser un poema bastante extenso, me permito citar únicamente los versos pertenecientes:
Un traje abandonado pesa tanto en los hombros
que muchas veces el cielo los agrupa en ásperas manadas.
Y las que mueren de parto saben en la última hora
que todo rumor será piedra y toda huella latido.
Nosotros ignoramos que el pensamiento tiene arrabales
donde el filósofo es devorado por los chinos y las orugas.
Y algunos niños idiotas han encontrado por las cocinas
pequeñas golondrinas con muletas
que sabían pronunciar la palabra amor.
………………………………………………………………………………………….
No hay dolor en la voz. Solo existen los dientes,
pero dientes que callarán aislados por el raso negro.
No hay dolor en la voz. Aquí solo existe la tierra.
La tierra con sus puertas de siempre
que llevan al rubor de los frutos. (O C, I, 482-483)
Dos palabras, a modo de conclusión, sobre Poeta en Nueva York y la tradición surrealista. Algunos críticos y lectores del poemario han tachado y siguen tachando a Lorca de haber producido un “tanteo en caminos extraños y peligrosos,” cuyo resultado naufragaría en el mismo mar que Sobre los ángeles de Alberti, Pasión de la tierra de Aleixandre, y Los placeres prohibidos de Luis Cernuda (García-Posada, 7). El mismo José Bergamín, a quien se supone Lorca entregara el manuscrito original de los poemas neoyorkinos, caracteriza el poemario como un “raro paréntesis de sombra” (García-Posada, 7) comparado con la demás trayectoria literaria del poeta granadino; que, muy en la vena de Góngora, cuyo caso Dámaso Alonso se esforzó enormemente por desmentir, existen dos Lorcas: él de la “luz,” es decir, el poeta anterior a Nueva York, y él de las “tinieblas” o el autor del poemario neoyorquino más algunas otras obras llamadas “experimentales” que produjo durante su estancia en la metrópolis norteamericana; Así que pasen cinco años, El público, y Viaje a la luna, entre ellas. Los que siguen aferrados a esta posición crítica ignoran algunos hechos fundamentales y cuya realidad ya queda fuera de debate. En primer lugar, encajar las respectivas obras de Alexandre, Alberti, y Cernuda dentro del mismo surrealismo y motivados estos tres autores tan únicos e imponentes por idénticos impulsos estéticos constituye una simplificación crítica francamente imperdonable. El caso se vuelve aún más problemático al confrontar el surrealismo de estas obras con la técnica de evasión y la corriente autobiográfica que late en el fondo de Poeta en Nueva York ; no olvidemos, además, que Lorca no sólo rechaza explícita y rotundamente el surrealismo mucho antes de su salida para Nueva York sino que propone y ejerce en su lugar su propia filosofía lírica fundada en la “imaginación, inspiración y evasión,” título de la famosa conferencia que había pronunciado Lorca antes de Nueva York, en 1928, y cuyo objetivo era captar lo que el poeta granadino había denominado el “hecho poético”; cuya realización creativa iba impulsada por una certera y subyacente “tremenda lógica poética “. He aquí las palabras que Lorca dirige a Sebastiá Gasch, en una carta, de fecha septiembre de 1928:
Mi querido Sebastián: Ahí te mando los dos poemas. Yo quisiera que fueran
de tu agrado. Responden a mi nueva manera espiritualista, emoción pura,
descarnada, desligada del control lógico, pero, ¡ojo!, ¡ojo!, con una tremenda lógica poética. No es surrealismo, ¡ojo!, la conciencia más clara los ilumina. (Epistolario, 588; el subrayado no es mío).
Ahora bien, si por una parte no nos permitimos descartar absolutamente cierto “flirteo” lorquiano con el surrealismo tanto en Poeta en Nueva York como en Así que pasen cinco años y El público y, quizás, aun más en Viaje a la luna, especialmente ante la coincidencia cronológica del antedicho proyecto que Dalí y Buñuel estaban realizando en París, tampoco deberíamos disponernos tan pronto a considerar el poemario neoyorkino como una ruptura total y absoluta con la obra previa lorquiana, incluso el Romancero gitano, e ignorar, al mismo tiempo, el desahogo psíquico-sentimental y estético que indudablemente supuso el proceso creativo del corpus neoyorkino. El mismo poeta granadino caracteriza la lírica que produce en Nueva York como la de “abrirse las venas” junto con un teatro “bajo la arena” o irrepresentable; es decir, que aproxima temas “prohibidos”. La gran paradoja con respecto a la experiencia neoyorquina, es decir, más allá del arte que produjo, es que Federico García Lorca tuvo que salir de España precisamente para encontrarse a sí mismo; hacer batalla con sus propios demonios y, así, salir triunfante y renovado tanto emocional como profesionalmente. Antes de emprender el poeta granadino su odisea transatlántica confiesa a Carlos Morla Lynch: “Nueva York me parece horrible, pero por eso voy allí…” (Maurer, 17); no obstante, a su partida de la metrópolis norteamericana el mismo Federico García Lorca, ya profundamente transformado en todos los sentidos posibles, afirmó: “Me separaba de Nueva York con sentimiento y admiración profunda. Dejaba muchos amigos y había recibido la experiencia más útil de mi vida” (Maurer, 17).
Notas
Aunque no hay manera para verificar el orden preciso que el poeta granadino hubiera querido imponer originalmente en el poemario, cuya cuestión se complica aún más ante la harta conocida confusión en torno a dos manuscritos supuestamente ortográficos simultáneamente entregados a José Bergamín y a Rolfe Humphries (consúltese el citado estudio de García-Posada sobre la polémica), insisto en destacar en los poemas que cito de Poeta en Nueva York las secciones en que aparecen en el poemario como otro argumento más a favor de mi tesis; es decir, ya que los poemas que se refieren explícitamente al aspecto externo de la ciudad, proyectado a través de la perspectiva del poeta-viajero, tienden a aparecer hacia el final y no al principio de las diez secciones de la colección lírica.
Obras Citadas
Anderson, Andrew A., y Christopher Maurer (eds.). Federico García Lorca. Epistolario completo. Madrid: Cátedra, 1997.
García Lorca, Federico. Obras completas. Tomo I, Verso. Edición del Cincuentenario, Madrid: Aguilar, 1986.
__________. Obras completas. Tomo III. Prosa-Dibujos. Edición del Cincuentenario, Madrid: Aguilar, 1986.
__________. Poet in New York. Trans. by Greg Simon and Steven F. White. Introduction and notes by Christopher Maurer. New York: Farrar Straus Giroux, 1988.
García-Posada, Miguel. Lorca: Interpretación de “Poeta en Nueva York”. Madrid: AkaL Editor, 1981.
Gibson, Ian. Federico García Lorca. 1. De Fuente Vaqueros a Nueva York (1898-1929. Segunda Edición. Barcelona: Gijalbo, 1985.
__________. Federico García Lorca. 2. De Nueva York a Fuente Grande (1929-1936). Barcelona: Gijalbo, 1987.
__________. Lorca-Dalí. El amor que no pudo ser. Barcelona: DeBols!llo, 2004.
Maurer, Christopher (ed.). Federico García Lorca escribe a su familia desde Nueva York y La Habana (1929-1930). Madrid: Poesía: Revista Ilustrada de Información Poética (Números 23 y 24), 1978.