Juan Ramón Jiménez y San Juan de la Cruz: Dos propuestas para alcanzar lo divino
Juan Ramón Jiménez encarna una de las figuras de mayor trascendencia en la literatura española moderna. En la última etapade su vida y obra, a la edad de 67 años (en el verano de 1948) y durante un viaje por barco desde los Estados Unidos hasta Argentina, el poeta andaluz alcanza una experiencia religiosa arrobadora, la cual sale a relucir en su libro Animal de fondo. Ya han sido varios los críticos que han calificado esta experiencia como ‘mística’ por emanar características similares a las de la poesía de San Juan de la Cruz, una de las figuras místicas más importantes del siglo de oro. En torno a esto, Mercedes Juliá, en su artículo “Juan Ramón Jiménez, místico moderno”, explica el sentido de vincular la poesía juanramoniana con la mística: “Para Juan Ramón Jiménez una de las funciones de la poesía era desentrañar las verdades últimas del universo, creando al mismo tiempo otra realidad superior. Por eso se le ha asociado con la mística, por […] el afán de perfección y de busca de un mundo mejor” (1). Sin embargo, tanto Juan Ramón como San Juan tienen una manera totalmente diferente de percibir lo divino, lo cual se debe, en su mayor parte, como señala Juliá, a los cuatro siglos que separan a ambas trayectorias poéticas. San Juan de la Cruz, a través de sus versos, aspira profundamente a unir su alma con la de su ‘Amado’, claramente aludiendo al Dios cristiano de la religión católica. Juan Ramón Jiménez, por su parte, y en base a la angustia que su falta de fe le produce, crea una imagen singular y propia de dios; es decir, un ‘dios’ con minúscula, el cual coexiste dentro del poeta y no es más que su misma conciencia. Por lo tanto, este estudio pretende enfocarse en “La trasparencia, dios, la trasparencia” de Juan Ramón Jiménez, relacionándolo con la “Llama de amor viva” de San Juan de la Cruz, con la intención de mostrar cómo, a través del camino de la poesía, ambos poetas alcanzan lo que para cada uno significa la absoluta expresión de la belleza y, más importante aún, del amor.
En una carta a la poeta española Ángela Figueras, Juan Ramón Jiménez sostiene que su dios-conciencia siempre existió dentro de él; no obstante, no fue hasta que emprendió su viaje a la Argentina, en 1948, cuando por primera vez lo llegó a sentir con auténtica y verdadera intensidad:
… dios estaba en mí, con inmanencia segura, desde que tuve uso de razón; pero yo no lo sentía con mis sentidos espirituales y corporales que son, naturalmente, los mismos. De pronto, el año pasado, gran año para mí, al poner el pie en el estribo del coche, aquí en Riverdale, camino a Nueva York, camino de la Argentina, lo sentí, es decir lo vi, lo oí, lo gusté, lo toqué. Y lo dije, lo canté en el verso que él me dictó. Eso es todo. (González Duro 406)
Por consiguiente, a través de los veintinueve poemas que aparecen en la colección de Animal de fondo, cada uno de ellos de forma distintiva y eficaz, logra exponer ese estado de gran plenitud y éxtasis que el poeta alcanzara en su travesía por el Océano Atlántico. En cada uno de los poemas se respira una intensa alegría, un júbilo excepcional por este nuevo hallazgo. Es preciso aclarar que la angustia por la búsqueda de dios llega a su fin en este poemario; es decir, estos versos están exclusivamente relacionados con una experiencia ‘conseguida’. Por lo mismo, en las “Notas” que aparecen al final del libro y que tienen un propósito explicativo, el poeta señala: “ahora que entro en lo penúltimo de mi destinada época tercera, que supone las otras dos, se me ha atesorado dios como un hallazgo, como una realidad de lo verdadero suficiente y justo” (172), claramente refiriéndose al encuentro divino entre él y dios como algo particularmente reciente.
El poema “La trasparencia, dios, la trasparencia” da inicio a la obra, y por ser el que encabeza el libro, es un texto no sólo necesario sino también fundamental. Este es uno de los pocos poemas (junto con “Soy animal de fondo”, número 29 de la serie, con el que culmina el libro de manera precisa) que cobra mayor relevancia exactamente por encabezar el texto. Antonio Sánchez Romeralo, en su “Juan Ramón Jiménez en su fondo de aire” señala que se podría alterar el orden de los poemas y hasta “incluso suprimir algunos de ellos, sin que el libro perdiera su sentido. La unidad viene del espíritu que es uno; y ese espíritu uno no es sino la singular experiencia que Juan Ramón vive a lo largo del libro” (301). Si bien es totalmente cierto lo que Romeralo arguye acerca de la irrelevancia del orden de los poemas, no obstante, Juan Ramón Jiménez parte desde “La trasparencia, dios, la trasparencia”, entre otras razones, para presentar al lector lo que él concibe como divino y, más aún, para descartar las posibles relaciones con el Dios convencional y establecido por la Iglesia católica. La religiosidad de Juan Ramón diverge de la de San Juan de la Cruz, de quien se sobrentiende se dirige al Dios concretado por la teología cristiana. Por ejemplo, los dos primeros versos de la segunda estrofa dicen:
No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo,
ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano
Se puede apreciar, por medio del uso repetido de las cópulas, cómo el poeta completamente rechaza el concepto del Dios bíblico, el ente superior y poderoso que existe fuera del ser humano, optando por un dios ‘creado’ por él mismo. Este dios “no existe ni antes del poeta ni fuera del poeta. Juan Ramón liga la existencia de su ‘dios’ a la suya propia” (Sanz Manzano 1647).
Tanto el título como los primeros cuatro versos del poema representan un momento de plenitud máxima, en donde hay una especie de unión apasionada entre la voz lírica y el dios juanramoniano:
DIOS del venir, te siento entre mis manos,
aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa
de amor, lo mismo
que un fuego con su aire.
El verbo venir sugiere de inmediato un constante y perenne movimiento hacia el interior del poeta, indicando una acción dinámica, y, de esta manera, reflejando la presencia activa y viva del dios en Juan Ramón. Esta presencia de dios no es algo visual, es más bien un profundo sentimiento. El que la voz poética sienta a dios entre las manos propone dos alternativas: lo siente a través de su pluma en la tarea de escribir los versos que su mismo dios-conciencia le dicta; pero, sin embargo, también lo siente por la magnitud de la exaltación y euforia que le produce el sentimiento de encontrar a dios. La imagen de las manos cobra un hondo sentido aquí, ya que por medio de ellas se logra identificar y palpar el mundo a nuestro alrededor; por ende, las manos se vuelven un vehículo hacia lo auténtico y hacia la verdad. El tono de los versos se intensifica cuando se habla de estar enredado con dios, lo que implica que son difícilmente inseparables el uno del otro. Ambos se encuentran en una lucha hermosa de amor y Jiménez materializa, a través de los símbolos fuego y aire, la relación entre poeta y dios. Asimismo, al juntar ambos elementos (fuego y aire), incrementa la llama, por lo que se vuelve más fuerte aún la conexión entre dios y Juan Ramón.
El símbolo del fuego es vital tanto en los poemas de Animal de fondo como en la obra de San Juan. En “Llama de amor viva”, un hermoso poema donde el tema principal es el amor y la unión mística entre el santo y Dios, la llama (que es el Espíritu Santo), o aquello relacionado con la luz (lámparas de fuego), es el símbolo que con mayor constancia aparece en todo el poema. En la primera y segunda canción, el poeta le ruega a Dios que rompa esa barrera que los separa, es decir, la línea entre la vida y la muerte, para finalmente unirse a él en pureza y amor eterno:
¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva
acaba ya si quieres,
¡rompe la tela de este dulce encuentro!
¡Oh cauterio süave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!
Matando, muerte en vida has trocado.
Esta llama, a la que San Juan califica como tierna, lastima su alma que impaciente y angustiosa espera ver en la muerte el paso definitivo a la vida eterna. Dámaso Alonso, en su interpretación del poema, destaca que “el alma está aún como traspasada de las llamas, del amor vivido, y no desea sino que el incendio complete su obra” (165).
Mientras que San Juan de la Cruz anhelaba morir para unirse con Dios, como explica Mercedes Juliá , Juan Ramón le teme terriblemente a la muerte y es por eso precisamente que el poeta andaluz no puede ser calificado como un místico, o al menos no en los mismos términos que San Juan de la Cruz; Juan Ramón Jiménez tiene características místicas que son muy individuales, muy propias de su ser, y por ende se convierte en un místico moderno. Mercedes Juliá explica este fenómeno con detalles: “Juan Ramón […] no deseaba y no podía morir, porque al diluirse su conciencia en el cosmos dejaba de ser creador/cantor de la belleza del mundo” (1). Para este poeta, el poder transmitir en sus versos la magnitud de la belleza que lo rodeaba constituía su mayor deseo y para lograrlo necesitaba la presencia dinámica de su conciencia ; ella es la que lo conduce, la que lo guía por los caminos de la creación literaria. Esta referencia a la conciencia surge por primera vez en el poema en el cuarto y quinto verso de la segunda estrofa:
eres dios de lo hermoso conseguido,
conciencia mía de lo hermoso.
Juan Ramón indica que este dios es algo que él ha conseguido/encontrado, casi como un preciado tesoro, y lo ha obtenido después de mucho trabajo y tras una gran búsqueda en su interior. Por lo tanto dios, en Animal de fondo, llega a significar para el poeta no belleza únicamente, sino su percepción del mundo.
San Juan de la Cruz de igual forma menciona la angustia y penumbra que lo acechaba antes de encontrar a su Amado:
¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con estraños primores
calor y luz dan junto a su querido!
Una vez más San Juan recurre al símbolo de la luz, fenómeno religioso que está casi siempre relacionado con lo divino. El poeta habla de las cavernas del sentido, para referirse a su interior, a su alma, la cual se hallaba no solamente a oscuras sino que ciega a la vez, careciendo de una luz divina, una iluminación externa, que pudiera guiarlo. En torno a la imagen de las cavernas, Dámaso Alonso indica: “la más profunda, la más soterraña oscuridad, y este engarce sirve para dar una como simetría al final del poema” (166). El último verso es de carácter vago, ya que no queda claro quién emite ese calor y esa luz maravillosa, el alma o Dios. Una propuesta sería que ambos emanan este sentimiento. Dios, por un lado, por ser esa fuerza arrobadora que todo lo trasciende, y el alma, por el otro, por anhelar con tanta determinación y profundidad estar a su lado. Esta bella manifestación de amor es la que sustenta y mantiene en armonía no sólo al poeta sino también a los seres humanos, los cuales, según San Juan, pasan en su mayoría desapercibidos de este amor.
Lourdes Franco Bagnouls, en su artículo “El dios azul: José Gorostiza y Juan Ramón Jiménez”, plantea que el poeta de Moguer en su libro Animal de fondo propone una mística al revés (126). Es decir, San Juan de la Cruz, en su unión mística con Dios, espera que su alma gradualmente se desprenda de las impurezas de la tierra para que así pueda ascender totalmente purificada a un mundo celestial:
¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras,
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno,
cuán delicadamente me enamoras!
Sin embargo, en el poema que se está analizando, “La trasparencia, dios, la trasparencia”, es dios quien hace el recorrido, es él quien emprende el viaje, y desciende hacia la profundidad e interior del poeta. Dios, en consecuencia, se integra al poeta como una esencia y llena el espacio que éste ha preparado y creado para él (126):
Tú, esencia, eres conciencia;
mi conciencia Y la de otro, la de todos,
con forma suma de conciencia;
que la esencia es lo sumo,
es la forma suprema conseguible,
y tu esencia está en mí, como mi forma.
En estos hermosos versos se respira una integración fructífera entre ambos, poeta y dios-conciencia. Resultan muy curiosas ambas perspectivas de alcanzar el amor. Estos dos caminos poéticos, aunque se bifurquen en el proceso, la intención de poder palpar lo absoluto y encontrar la belleza es la misma. En las palabras de la estudiosa María Ángeles Sanz Manzano:
Y es que Juan Ramón encontró en la obra del santo un hallazgo de mayor trascendencia: en sus lecturas continuas de “Noche oscura del alma”, “El cántico espiritual”, “La llama de amor viva” o de otros poemas de San Juan, el poeta andaluz descubrió que, cuatro siglos antes que él, un poeta español ya había encontrado y recorrido el camino poético que conduce a lo absoluto (1648).
Por lo tanto, Juan Ramón, con determinación, se propone hacer lo mismo, y culmina con éxito en su intento, y esto es particularmente visible en los poemas de Animal de fondo.
La última estrofa del poema representa un hermoso canto, un himno, del poeta a su dios-conciencia en donde éste celebra la gracia divina de haberlo finalmente encontrado:
Eres la gracia libre,
La gloria del gustar, la eterna simpatía,
el gozo del temblor, la luminaria
del clariver, el fondo del amor,
el horizonte que no quita nada;
la trasparencia, dios, la trasparencia,
el uno al fin, dios ahora sólito es lo uno mío,
en el mundo que yo por ti y para ti he creado.
En estos versos, Juan Ramón pareciera estar enumerando todo lo que para él su dios-conciencia significa. Si se lee cuidadosamente, el lector notará que ninguna descripción alude a algo material, sólido o concreto (gracia libre, gloria del gustar, eterna simpatía, gozo del temblor, el la luminaria del clariver, etc.), ya que todas aluden a sensaciones o cuadros que respiran algo maravilloso, algo realmente divino (el fondo del amor, el horizonte que no quita nada) y que casi no se puede explicar. En torno a esto, los neologismos usados en el poemario, que en su mayoría consisten en nombres compuestos (clariver, por ejemplo), tienen como función expresar una visión unificadora y trascendental (Fox 242). En este caso ‘clariver’ señala el entendimiento del poeta; después de encontrar a dios, su mundo ha dejado de ser difuso para convertirse en transparencia total. Asimismo, es interesante leer los versos en voz alta, ya que dejan una impresión de ascendencia. En otras palabras, cada enumeración, al pasar a la siguiente, sube de condición y se vuelve aún más intensa que la previa. Sin embargo, se podría argüir que en estos versos cada una de las descripciones va apuntando, y paradójicamente ascendiendo, hasta el interior del poeta, y si bien es cierto que van de menos a más, al llegar al fondo, que es la mera conciencia del poeta, se encuentra el verdadero significado, la esencia. El último verso (“en el mundo que yo por ti y para ti he creado”) reafirma lo expuesto previamente, su creación (poesía) representa el mundo que él ha creado/construido para su dios. En las “Notas” esta afirmación cobra mejor sentido; Juan Ramón recalca que a través de cualquier vocación, el ser humano puede avanzar, y llegar, hacia lo divino. En las Notas Juan Ramón dice:
…Y pensé entonces que el camino hacia dios era el mismo que cualquier camino vocativo, el mío de escritor poético, en este caso; que todo mi avance poético en la poesía era avance hacia dios, porque estaba creando un mundo del cual había de ser el fin un dios. Y comprendí que el fin de mi vocación y de mi vida era esta aludida conciencia mejor bella, es decir jeneral, puesto que para mí todo es o puede ser belleza y poesía, espresión de la belleza (174).
Juan Ramón Jiménez y San Juan de la Cruz a simple vista son poetas totalmente opuestos. Aparte de nacer y pertenecer a épocas diferentes (cuatro siglos separa sus trayectorias), tener antecedentes opuestos, estilos que son propios de cada uno, también tienen una percepción diferente de lo que la religiosidad es. No obstante, comparten la misma misión: ambos intentan transmitir en sus versos la máxima expresión de la belleza. Tanto Juan Ramón como San Juan, queriendo alcanzar esta belleza a través de sus vocaciones poéticas, se han dado cuenta que han llegado a la divinidad. Juan Ramón consciente de esto, lo escribe en sus notas: “hoy pienso que yo no he trabajado en vano en dios, que he trabajado en dios tanto cuanto he trabajado en poesía” (176). Por consiguiente, ambos son poetas trascendentales por el impacto que sus obras han tenido en sus respectivas épocas y por tener la capacidad de recrear en sus poesías un mundo mucho más hermoso y prometedor.
Notas
[1] Juan Ramón Jiménez, en el año 1936 y a raíz de la Guerra Civil española, se exilia en América y vive durante los siguientes veinte años en Cuba, Miami, Maryland y finalmente en Puerto Rico donde fallece a los 77 años de edad.
[2] Animal de fondo, publicado originalmente en julio de 1949 (ocho meses después de su regreso a Riverdale) por la Editorial Pleamar de Buenos Aires, pertenece a lo que se ha denominado la tercera época (1936-1958) de Juan Ramón Jiménez y fue concebido como parte de un proyecto más amplio que el poeta pensó llamar Dios deseado y deseante. No obstante, Juan Ramón no llegó a publicarlo antes de su muerte y quince años más tarde, en 1964, Antonio Sánchez Barbudo le dio vida al libro en una edición de 57 poemas.
[3] “La trasparencia, dios, la trasparencia”, primer poema de Animal de fondo, consta de seis estrofas, de verso libre, con predominio de endecasílabos y heptasílabos. Las alteraciones ortográficas en el título del poema, así como también en las estrofas pertenecen a una ortografía personal de Juan Ramón que obedecía a su intención de purificar el castellano.
[4] “Llama de amor viva” (1582-1584), según Dámaso Alonso (gran devoto y estudioso de la poesía sanjuanista), es el poema que con mayor profundidad acerca de la unión divina entre el alma y Dios. El poema es una lira que consta de cuatro estrofas, de seis versos cada una, con dos versos de siete sílabas combinados con uno de once sílabas, con una rima consonante que sigue el esquema de: a-b-C-a-b-C-d-e-F-d-e-F.
[5] La luz en un símbolo importantísimo en la obra de Juan Ramón Jiménez, especialmente en los poemas que aparecen en Animal de fondo. Se habla del fuego en el poemario al referirse a la conciencia, o al gozo de estar con su dios, etc.
[6] Véase el estudio de Mercedes Juliá sobre este tema, “San Juan de la Cruz y Juan Ramón Jiménez: Dos poetas místicos.” Entre ríos, Vol 9, IV, 2008. Págs. 28-35.
[7] Al final del poema Espacio (1954) se puede apreciar el temor que siente el poeta que su dios-conciencia lo abandone. En estas líneas (o versos) realmente conmovedoras, Juan Ramón habla con angustia de su partida: “Conciencia… Conciencia, yo, el tercero, el caído, te digo a ti (¿me oyes, conciencia?). Cuando tú quedes libre de este cuerpo, cuando te esparzas en lo otro (¿qué es lo otro?), ¿te acordarás de mí con amor hondo; ese amor hondo que yo creo que tú, mi tú y mi cuerpo se han tenido... Dime tú todavía: ¿No te apena dejarme? ¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida?... ¿Y te has de ir de mí tú, tú a integrarte en un dios, en otro dios que este que somos mientras tú estás en mí, como de Dios?”.
[8] El séptimo poema de la colección, “Conciencia plena” se refiere directamente a la conciencia como un guía: “TÚ me llevas, conciencia plena, deseante dios, / por todo el mundo…”.
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