—¡Señor! —se le impuso delante.
—¿Eh? —se sorprendió Cervantes.
Antes de seguir hablando, se percató Sancho de la mirada y detalles de su cara. Desde enfrente, algo retirado, no había podido fijarse en matices.
El rostro era de intención aguileña, el cabello castaño y encanado, la frente lisa y desembarazada; los ojos vivos, la nariz corva aunque no exageradamente, los bigotes grandes, la barba canosa pero favorable, la boca pequeña. De estatura en fin media, pero buscando más la altura que la bajura.
En punto a la mirada, debió ser distinta y definida porque de ella sigue escribiendo Cide Hamete con rasgos más vigorosos y cuidados. Se detiene y la describe: dice que es de las que atomizan y escrutan. Mirada que parece derribar muros protectores si tuviéralos el que es observado. Son ojos caladores, perspicaces, agudos. Serenos pero sabedores. Mirada que convierte a uno en libro abierto y no en hombre de músculo y huesos.
Pero toda ella respetuosa. No de fuerza, no altiva ni engreída; sólo observadora, sutilmente curiosa. Distante pero no mucho, sólo lo suficiente.
Penetrante, no tierna en primera instancia, pero dispuesta a serlo enseguida, y a acompañar con benevolencia y solicitud. Mirada en fin recta y justa.
Pero creo yo, y algún lector estará de acuerdo conmigo, que Cide Hamete exagera un punto en esto de la descripción de Cervantes, pues es difícil encontrar hombres así, salvo en fábulas o cuentos.
—¡Diga Vuesa Merced, diga! Que llevo un tanto de priesa —dijo el escritor.
—¿Sois Vos, Miguel de Cervantes?
—Así es —respondió— y Saavedra. Pero decid...
—Yo... yo quisiera hablaros de Don Quijote..
—¿Lo ha leído Vuesa Merced? —preguntó Cervantes.
—Sí.
—¿Le gustó?
—Sí, me admiró y maravilló.
—Me alegro. Pero andemos, me canso menos si ando que parado.
Lentamente empezaron a andar. Sancho nada decía, sólo caminaba a su lado. Pero, de pronto y un tanto bruscamente preguntó:
—¿De dónde ha sacado Vuesa Merced la historia de Don Quijote?
Cervantes se detuvo y miró mejor a Sancho. Se extrañó de la pregunta, del tono y del alcance de la misma.
—Es pregunta —respondió— más profunda de lo que parece. ¿Quién sois vos? ¿De dónde venís?
—Reparo me da contestar.
—¡Me intrigáis caballero! ¡Pardiez que ya soy viejo y tengo poco tiempo para dilaciones o dislates!
—Vuesa Merced tiene que saber —dijo Sancho— que tanto lo que he preguntado yo como lo que habéis preguntado vos requieren tiempo y pausa. Os ruego que vayamos a un lugar discreto y tengamos conversación un tanto más luenga a ser posible.
—Me seguís intrigando Sr... Sr...
—Panza.
—¡Qué casualidad! —se sorprendió Cervantes reflexionando intensamente—. Me seguís intrigando, ¿Panza, Panza? ¡Sea! Servíos acompañarme hasta mi portal y destapemos esa curiosa conversación que venís provocando desde que trenzamos trato.
—Sí, por favor. He recorrido muchas leguas para poder hablar con Vuesa Merced del negocio que os traigo.
Siguieron caminando, Sancho buscaba mentalmente las mejores palabras para hablarle del diario, para pedir la explicación de cómo Cervantes había llegado a saber tanto de ellos.
Por su parte Cervantes Saavedra, que era hombre curtido y harto experimentado en captar certezas e intuiciones, percibía que ese encuentro con el Sr. Panza podría ser importante.
DON QUIJOTE DE LA MANCHA, I
por MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
CAPÍTULO 1:
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. [Siga leyendo...]
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